Habrá tiempo para la autopsia en el Partido Demócrata, hacer el trascendental análisis de por qué los resultados en estas elecciones han sido los que han sido, estudiar los errores, identificar realidades y retos que obviamente no se han sabido leer y buscar los caminos de futuro. Pero ayer, con la herida aún sangrando a borbotones en la formación política y entre sus votantes, se impuso algo más urgente: tranquilizar sobre la estabilidad y la fortaleza de la democracia estadounidense a la mitad de la mitad del país (ese 25,6% que ha votado a Hillary Clinton) y a la parte del mundo que mira con inquietud la victoria de Donald Trump. Con ese claro empeño compareció ante la nación Barack Obama, un presidente que ha perdido incluso más que Clinton en las urnas. Y ese fue su mensaje central.

El mandatario, que en la más agria de las campañas llegó a definir a Trump como «incapacitado para ejercer el cargo», dejó atrás esa carrera ponzoñosa en la que se volcó como ningún otro presidente en activo. Se mostró consciente de que lo urgente ahora es algo que va más allá de él y de ese legado que se asoma al precipicio. Y se comprometió con el primer paso, imperativo: una «transición pacífica de poder», en la que puso como modelo y guía la que a él le facilitó George Bush. «Es uno de los distintivos de nuestra democracia, y en los próximos meses vamos a mostrárselo al mundo», dijo.

INVITACIÓN / La demostración empezó con su propio discurso, en el que aplaudió las «alentadoras» primeras palabras que escuchó del presidente electo tras su victoria, tanto las que ofreció en público como las que cruzaron en su conversación telefónica privada de madrugada, en la que Obama invitó a Trump a acudir hoy a la Casa Blanca. Y son palabras que hablan de unos Estados Unidos donde lo primero no es el partido sino la patria y el bien del país, un mensaje frecuentemente empleado por políticos de ambos partidos, probablemente inevitable y seguramente imprescindible en días como estos, pero al que cuesta encontrar traducción en las realidades estadounidenses de los últimos años y, sobre todo, los últimos meses y los últimos días.

En su elegante asunción de la derrota y del golpe recibido, no obstante, Obama puso también el peso de la responsabilidad sobre un futuro pacífico en quien va a sucederle. Porque cuando recordó que EEUU necesita «una sensación de unidad, de inclusión; un respeto a nuestras instituciones y a nuestro estilo de vida y un respeto por el otro» se hacía imposible no recordar todos los momentos en los últimos meses en que los demócratas, y él mismo, han denunciado que Trump y su mensaje iban en la dirección opuesta.

Hablaba a todos los estadounidenses pidiendo avanzar con «la presunción de la buena fe de nuestros conciudadanos», un elemento que ve «esencial para una democracia vibrante y que funciona», pero al que también a menudo cuesta encontrar traducción real en bocas de una nación polarizada y dividida. Y, aunque si el resultado electoral se interpreta como un plebiscito sobre sus políticas lo que le dijeron es que lo rechazan, defendió su trabajo. «Veo este trabajo como una carrera de relevos», dijo en una metáforas deportivas. «Coges el testigo, corres tu mejor carrera y esperas que para cuando lo pasas has avanzado un poco, has hecho algo de progreso. Puedo decir que hemos hecho eso».

EMOCIÓN A FLOR DE PIEL / La mujer a la que Obama confió en pasar ese testigo, Clinton, también compareció, poco antes que él, pero no en Washington sino en un hotel de Nueva York, donde ofreció el discurso de la más amarga de sus derrotas. Y lo ha hecho con la emoción a flor de piel, contenida pero evidente.

Como Obama, Clinton sobrepuso la obligación democrática a cualquier otro sentimiento o pensamiento. Recordó que Trump «va a ser nuestro presidente y le debemos una mente abierta y la oportunidad de liderar». Pero, también como haría poco después el presidente, señaló la importancia de «respetar y celebrar» valores como «el Estado de derecho, el principio de que todos somos iguales en derechos y dignidad, la libertad religiosa y de expresión». Son los mismos que durante la campaña denunciaron que Trump ponía en peligro. Son los que ahora «debemos defender».

De lo que no huyó Clinton esta vez es de abrir siquiera una pequeña ventana a sus sentimientos, a una humanidad que sus críticos y opositores no encuentran en una mujer que ven demasiado fría o calculadora. Habló de «decepción» y reconoció que esta derrota «es dolorosa, y lo será por mucho tiempo».

Nadie sabe cuál será su futuro. Tiene 69 años y ha pasado más de 30 en la vida pública, en un recorrido de «éxitos y reveses, algunos realmente dolorosos». Y tras el último lo que ha intentado dejar es la imagen, y el mensaje, de que hay que seguir intentándolo. Se lo dijo a los jóvenes, a los que imploró que «nunca dejen de creer que luchar por lo correcto merece la pena». Y se lo dijo a otras mujeres y a las niñas: «Nunca dudéis de que sois valiosas y poderosas y os merecéis todas las oportunidades del mundo». H