Desde que en el Neolítico el hombre iniciara el proceso de domesticación de las plantas, no ha dejado de modificar su patrimonio genético. De hecho, la agricultura existe porque las modificaciones producidas en los procesos de selección se han ido transmitiendo a la descendencia. A partir de los métodos clásicos de mejora genética, establecidos en el siglo XVIII, se han conseguido crear auténticas nuevas especies como el triticale o numerosas especies ornamentales sin que se haya suscitado ningún debate ético. En cambio, las nuevas variedades transgénicas, que sólo han incorporado un gen, han sido calificadas de "artificiales".

Si vamos al fondo del asunto, y hablando en términos moleculares, no existe diferencia alguna entre las modificaciones genéticas obtenidas mediante técnicas de mejora clásica de las obtenidas a partir de las modernas técnicas que proporciona la ingeniería genética. Lo único que ha cambiado ha sido el método utilizado que, en este caso, resulta mucho más preciso y potente, ya que supera la barrera del sexo. En todo caso, parece lógico pensar que si se produce una modificación genética en un organismo, lo sustancial es discutir en qué consiste realmente esa modificación, y no en el tipo de método utilizado para conseguirla.

Por este motivo, la normativa europea que regula los procesos de autorización exige la identificación de riesgos caso a caso y paso por paso. Este proceso, basado en procedimiento científicos, resulta tan exigente y exhaustivo que garantiza el mayor nivel de seguridad tanto para la salud humana como para el medio ambiente.

Mediante estas técnicas se ha conseguido, por ejemplo, que la insulina que se aplica a los diabéticos sea de origen humano y no procedente del cerdo, como lo era anteriormente. En la agricultura, aunque las posibilidades de aplicación son enormes, las dos grandes características transferidas hasta ahora son la resistencia a insectos y a herbicidas. Así, en la Unión Europea solamente está aprobado el cultivo de maíz Bt, que al llevar incorporada la resistencia a la plaga del taladro, no es necesario realizar tratamientos químicos para controlar esta plaga, con el consiguiente ahorro de costes para el agricultor y beneficio ambiental.

A pesar de todo esto, fruto de las reivindicaciones de los ecologistas y de determinadas campañas mediáticas, en Europa la mayoría de los ciudadanos tienen una percepción negativa de las variedades transgénicas, no así de las medicinas transgénicas, lo que ha provocado la correspondiente reacción de las autoridades políticas. De hecho, la hostilidad a los transgénicos, manifestada incluso con actos de sabotaje, se ha convertido en un símbolo de una oposición más amplia a las fuerzas del mercado y al nuevo orden económico que están imponiendo.

La razones aducidas que afectan a la ciencia (escape de genes, durabilidad de las resistencias, etc), suelen ser sucesos imposibles o de muy escasa probabilidad que, en cualquier caso, pueden resolverse experimentalmente. De hecho, ya hay más de 125 millones de hectáreas de estas variedades cultivadas en el mundo, sin que se haya producido ninguna alarma significativa. Otro tipo de razones como planteamientos éticos, el sometimiento a las multinacionales, su uso en los países pobres, etc., se deben discutir y solucionar en otras instancias. En todo caso, conviene puntualizar que el problema de los países más pobres no es la utilización de este tipo de variedades, sino justamente el contrario: que dado que las patentes están en manos privadas no les resulte rentable su utilización en estas áreas.

En definitiva, la utilización de las nuevas técnicas que proporciona la ingeniería genética está suponiendo un avance sin precedentes tanto en los conocimientos básicos de la biología molecular como en el campo de la biotecnología. Sería incomprensible que Europa se situara al margen del desarrollo de esta tecnología, como lo están haciendo Estados Unidos, Canadá e, incluso, China y la India. Las variedades transgénicas son una nueva herramienta que se pone a disposición de los agricultores, pero que ni resultan "milagrosas" ni van a ser la panacea que resuelva los problemas de la humanidad. Sin embargo, usadas adecuadamente, no cabe duda de que pueden contribuir al progreso y bienestar de millones de personas.

En todo caso, es necesario que se abra un debate serio y riguroso en la sociedad, basado en los principios de máxima información y transparencia, que permita el avance de la ciencia evitando riesgos innecesarios. * El autor es el decano del Colegio de Ingenieros Agrónomos