La llegada del 2010 hace anunciar a muchos que entramos en el segundo decenio del siglo. Inútil recordarles que el evento acaecerá en el 2011, tal es la endeblez de la cultura aritmética del personal. Eso, suponiendo que contemos años a partir del nacimiento de Jesucristo, que tuvo lugar entre seis y nueve años después de Cristo. Incongruencias como estas hacen perder a cualquiera la fe en la percepción popular de los datos. Nos inspiran desconfianza.

No hay mayor desconfianza hoy que la que genera el fallecimiento de la fe en el progreso. Hasta fines del siglo XX --hasta 1989 para no salirnos de la fecha alegóricamente consagrada, tanto como lo fueran 1789, con la toma de la Bastilla, o 1917, con la del Palacio de Invierno-- solían ser dos las visiones predominantes del progreso. Estaban, por un lado, los creyentes en la inevitable liberación de la humanidad. Y, por el otro, los creyentes en que esto se iba al garete. Los primeros lograron acopiar huestes muy vastas, en nombre de una explicación supuestamente científica de la historia y su futuro, pero fueron desprestigiándose cuando, por muchos decenios, un todopoderoso partido único monopolizó la presunta verdad de esta doctrina y se apoderó de numerosos gobiernos, para instalar una tiranía execrable, que se legitimaba, no obstante, sobre una aspiración tan noble como la del comunismo y la fraternidad universal.

Desmoralización

Los segundos no consiguieron tanto, pero impusieron el derrotismo, el pesimismo y la desmoralización. Con best-sellers tan reaccionarios como La Decadencia de Occidente o la Rebelión de las masas , Spengler, Ortega y toda una ristra de enemigos de la democratización radical, esta otra corriente vino a reforzar la debilidad de los progresistas democráticos --los socialistas, entre otros-- ante los desmanes de la solución estalinista. El considerable descrédito sufrido por las soluciones alternativas --que por fortuna han sobrevivido al extremismo-- no ayudó mucho a mejorar las cosas. Tampoco lo hicieron corrientes intelectuales de mediados de siglo --desde el existencialismo a la Escuela de Fráncfort-- que, a pesar de negar vigorosamente su verdadera naturaleza pesimista, no siempre supieron rechazar convincentemente la degeneración totalitaria, aunque fueran tan diestras en señalar los males del capitalismo occidental.

El caso es que no hace mucho entramos en esa convención que llamamos siglo XXI, con el desánimo suficiente para dejar vía libre a un recrudecimiento sin frenos del neoliberalismo. Ha tenido que ser la recesión económica internacional iniciada a fines del 2007, y percibida desde finales del 2008, ahora en curso --aunque con señales de estabilización y recuperación en los países que cuentan-- la que ponga coto a los desafueros de esa corriente. No lo ha hecho, ay, la capacidad argumental de una clase crítica y responsable. Esta debía haberla frenado con convicción y autoridad.

He aquí una nueva e inesperada traición de los clérigos. Si la traición tradicional de los intelectuales era haberse entregado o vendido a las ideologías con el pretexto espúreo del llamado compromiso --el único compromiso aceptable es el de la verdad, no el de servir los designios de partido ni de iglesia-- la nueva traición, la de hoy, es la de fallar en la promoción crítica del progreso moral de la humanidad. Una defensa y promoción que, por definición, no encaja en ortodoxia alguna.

Los sucesivos fracasos del progreso --las guerras devastadoras, mundiales o locales, el fanatismo religioso, la destrucción ambiental, la incapacidad de control demográfico, los estragos crecientes del hambre, el auge del hampa internacional y de la delincuencia, incluida la financiera-- han abierto de par en par las puertas a la era de la desconfianza con la que comienza el siglo XXI. La lista de victorias --la expansión del feminismo, la del ecologismo, la del pacifismo, la de la sociedad civil solidaria-- no es nada despreciable. Pero hay una herida abierta, que por sí sola no acaba de dar al traste con los fundamentos de nuestra era de la desconfianza: nuestra capacidad de enmendar la vía hacia la catástrofe es aún menguada.

Por tomar un solo ejemplo, la velocidad a la que destruimos el medio ambiente es muy superior a la velocidad con la que frenamos esa destrucción. La reunión mundial de Copenhague sobre el cambio climático, celebrada hace solo unas semanas, puso en evidencia los límites siniestros de nuestra voluntad de corregirnos.

Corriente racional

He aquí la cuestión de fondo: la convicción más profunda de todo progresismo consiste en tener fe en la capacidad del hombre --como ser secular, amo de sí mismo-- de actuar según la razón y la experiencia. La corriente fundadora del racionalismo moderno --la que permitió una visión progresiva y progresista de la historia y del futuro-- afirmaba que el ser humano, al conocer racional y analíticamente la verdad, actuaría en consecuencia.

Si sabíamos que la población crecía mucho más rápidamente que la producción de alimentos, frenaríamos su crecimiento. Si constatábamos que la educación de las mujeres las emanciparía de su condición subordinada, promoveríamos su enseñanza universal. Si los científicos certificaban que la civilización industrial destruía la biodiversidad y el medio ambiente, tomaríamos las medidas necesarias para reorientarla de veras.

Relación causa-efecto

Si descubríamos que la austeridad para todos no es pobreza para nadie, sino la instauración de un mundo más igualitario, de gentes libres y vida agradable, entonces pondríamos coto a oligarcas y bandidos para repartir la decencia con la necesaria ecuanimidad. (Una sociedad austera tiene buenos hospitales, excelentes universidades, viviendas cómodas, para la inmensa mayoría: no es una sociedad pobre).

Es esa la convicción del progresismo tradicional --la de la relación de causa a efecto entre razón y acción consecuente, entre conocimiento objetivo y virtud cívica-- la que se ha venido abajo en nuestros días. Pero es ella, precisamente, la que, con las armas que nos da la experiencia, la esperanza y la dignidad propias del ser humano, hay que recuperar a toda costa. La sombría alternativa resulta impensable.