No hace ni tan siquiera una década que estas trabajadoras fueron incluidas en el Régimen General de la Seguridad Social. Solo desde entonces comenzaron a estar protegidas frente a accidentes laborales o enfermedades profesionales. Con todo, el colectivo de empleados de hogar, constituido fundamentalmente por mujeres, sigue sin disfrutar a día de hoy de derechos tan básicos como el de una prestación por desempleo. Y eso las que cotizan, porque dentro de esta actividad la economía sumergida es un componente endémico, lo que lleva a que muchas de ellas queden expuestas a situaciones de abuso o explotación. Las afiliaciones en esta ocupación están actualmente por debajo de las cuatro mil en Extremadura, aunque tanto CCOO como UGT estiman que el número real puede superar con creces el doble de esa cifra.

La pandemia se ha cebado especialmente, además, con estas trabajadoras. Con el confinamiento y el teletrabajo, tareas como las de limpieza del hogar, llevar los niños al colegio o el cuidado de ancianos los han pasado a hacer en no pocos casos directamente las familias que antes las empleaban, ya sea porque apenas se sale de casa o por miedo al contagio, lo que ha dejado a muchas de ellas sin empleo o cobrando menos horas. Trabajar de forma no declarada ha conllevado, igualmente, que a menudo no pudieran acogerse al subsidio que el Gobierno habilitó para ayudarlas durante el confinamiento.

AFILIACIONES A LA BAJA

El 1 de enero del 2012 los empleados de hogar se integraron en el Régimen General de la Seguridad Social como un sistema especial. El objetivo era ir equiparando a estos trabajadores con el resto. No obstante, tras el ‘boom’ inicial de inscripciones que supuso este cambio normativo, este registro prácticamente no ha dejado de perder afiliaciones. En Extremadura, entre enero y diciembre del 2012 estas se habían más que duplicado, de 2.181 a 5.321, muy por encima de las actuales. El año pasado acabó con 4.381, el nivel más bajo al cierre de un ejercicio en estos nueve años.

Aunque la crisis sanitaria ha ahondado en los problemas de este sector, la caída no puede achacarse, al menos únicamente, a sus efectos. Tampoco a las subidas del Salario Mínimo Interprofesional (SMI): en diciembre del 2018, antes de que este último se incrementara un 22%, las afiliaciones, no solo no habían subido, sino que ya habían caído significativamente y estaban en 4.847. No obstante, sí parece cierto que este aumento no dejó de tener su impacto, ya que durante esa anualidad se contabilizó la pérdida más elevada en un solo año (296) a lo largo de estos casi dos lustros.

«Que en una comunidad como Extremadura haya menos de 4.400 personas dadas de alta en este sistema especial, salta a la vista que no es un dato real», apunta María José Ladera, secretaría de Igualdad, Políticas Sociales y Salud Laboral de UGT Extremadura, que resalta que este colectivo «en el que más del 90% son mujeres, es tremendamente precario y sufre una desprotección brutal». Y muchas de ellas son, recuerda, «migrantes, por lo que sufren una doble discriminación».

«Tristemente muy poca gente quiere regularizar su situación», lamenta Antonio Pino, secretario de Organización de la Federación de Construcción y Servicios de CCOO de Extremadura. Falta de interés por parte, explica, tanto de los empleadores como de muchas trabajadoras a las que les frena el hecho de que el alta no comporta el cobro del desempleo, algo que considera una «barbaridad, cualquier trabajador debe tener los mismos derechos» . Esta discriminación hace que en ocasiones se prefiera «ganar tres o cuatro euros más a la hora y olvidarse del resto. La gente a veces es cortoplacista, no piensa en el día de mañana». En total, «las personas empleadas en este sector me atrevería a decir que superan los diez mil en Extremadura», estima.

Subida del SMI

La subida del SMI en el 2021 dejó el sueldo de las empleadas de hogar en unos 1.060 euros netos mensuales (a jornada completa e incluyendo las dos pagas extra). Pino critica que para seguir pagando lo mismo, a algunas de ellas se les redujese «en las altas en la Seguridad Social la jornada de trabajo aunque la siguieran cumpliendo entera», o directamente se las pasara a trabajar en ‘b’. En este sentido, como medio de combatir la economía irregular, desde este sindicato se ha reclamado también que el Gobierno ayude a las familias a asumir el coste de los seguros sociales, sobre todo en aquellas que tengan contratados cuidadores a jornada completa. «Esto ya no es como antes. La gente que tiene una empleada de hogar no son las grandes fortunas. Ahora puede ser cualquier matrimonio que trabajan los dos fuera y necesitan a alguien para la casa», argumenta.

Sobre el subsidio que puso en marcha el Ejecutivo durante el confinamiento, asegura que «hoy por hoy no conozco a nadie que lo haya cobrado». Apunta como una de las causas el que «en los primeros momentos no se podía gestionar en ningún sitio», pero vuelve a incidir en los perjuicios que ocasiona la economía sumergida. «Si todo el mundo hubiese estado dado de alta, mucha más gente se hubiese podido acoger a los dos o tres meses que le corresponderían de este subsidio».

Tanto Ladera como Pino ponen como ejemplo de la desprotección de este colectivo el que, una década después de que fuera adoptado, España siga sin ratificar el Convenio sobre trabajo digno para los trabajadores domésticos de la Organización Internacional del Trabajo. Es más, el Gobierno aprobó a finales del año pasado ampliar hasta el 2023 el periodo transitorio para equiparar las características de este régimen al general.

Bolsa de empleo

Cáritas gestiona bolsas de servicio doméstico como una de las actividades incluidas dentro de su itinerario de inserción sociolaboral. En la de Mérida-Badajoz, a lo largo del 2020 se incluyeron en ella 40 personas. «Hemos atendido un número más o menos similar de mujeres que el año anterior, pero es verdad que muchas de las que nos han llegado estaban realizando servicios relacionados con el empleo en el hogar y perdieron el trabajo por la pandemia. Hay familias que han preferido quedarse al cuidado de su casa por no tener a nadie externo», aclara Ahinara Mendo, directora del Centro de Promoción y Empleo de Cáritas Diocesana de Mérida-Badajoz. Por este mismo motivo, del lado de las ofertas de empleo se ha pasado a demandar más internas, «porque se prefiere en mayor medida tener solo a una persona en casa, aunque por temas de conciliación familiar son puestos mucho más difíciles de cubrir».

A excepción de un hombre, el resto de integrantes de la bolsa durante el pasado año fueron mujeres, un 37,5% de ellas de entre 36 y 45 años, mismo porcentaje de las que superaban esa edad. Cerca de la mitad (45%) eran extranjeras. «La mayor parte cuentan únicamente con estudios primarios, lo que les impide acceder a ciertas formaciones certificadas. Si bien es cierto que en el último año hemos atendido a participantes con mayor formación que en los anteriores y en muchos casos, en aquellos de inmigrantes, con estudios incluso universitarios pero sin homologar en nuestro país», detalla.

La inclusión en la bolsa de servicio doméstico, que está cofinanciada por del Fondo Social Europeo dentro del Programa Operativo de Inclusión Social y Economía Social, arranca con un diagnóstico de las capacidades profesionales de las demandantes por parte del técnico de orientación laboral. «Nosotros tenemos en nuestras instalaciones como una simulación de lo que sería un domicilio y ahí se ve si la persona tiene las competencias profesionales necesarias del servicio doméstico: limpieza, cocina, plancha…». Si se observan carencias en alguna de estas competencias, se les ofrece formación en ella.

Una vez está preparada para acceder al mercado laboral, si su perfil encaja con alguna de las ofertas de empleo, se realiza la inserción -en el 2020 fueron 11--, en la que se continúa tutorizando el proceso. «Esa parte es importante, porque muchas veces pueden surgir dificultades y hay que velar también para que se cumplan las condiciones laborales establecidas», indica esta responsable de Cáritas. En cuanto a los empleadores, «les ofrecemos información sobre cómo dar de alta o el coste de los seguros sociales».

En los últimos meses, afirma, también se ha percibido que muchas de las ofertas de empleo que llegan ya no son solo de servicio doméstico, «sino que además necesitan gente que también cuide a los mayores. Por ese motivo hemos incluido una formación complementaria que tiene que ver con esta atención, para que tengan unas nociones básicas».

«Algunas compañeras lo están pasando muy mal»

No ha dejado de trabajar en ningún momento de la pandemia. El confinamiento lo pasó junto a la mujer a la que cuida, que padece alzhéimer. «Solo iba a mi casa, que está muy cerca de donde trabajo, y a comprar. Mi grupo burbuja eran mi hija, que tampoco salía, la señora a la que atiendo y la compañera que venía los fines de semana a sustituirme», explica Karla Chavarría portavoz de la Asociación de Personas Trabajadoras del Hogar de Extremadura. En su caso incide en que «gracias a dios, de mis condiciones laborales y del trato que me dan no tengo queja. Me tienen en mucha consideración y hay mucha confianza en mí», pero apostilla también que la suya no es ni mucho menos una situación generalizada entre todas sus compañeras, para muchas de las cuales la pandemia ha supuesto la pérdida del empleo. «Hay chicas que han tenido que dejar su piso porque no lo pueden pagar e irse a vivir varias juntas a una misma habitación. Hay gente que lo está pasando muy mal».

Chavarría resalta que para las trabajadoras del hogar que además son inmigrantes la precariedad es doble. «Si fallece la persona a la que se cuida o si hay un despido porque los padres o los familiares deciden teletrabajar y hacerse cargo ellos, nosotros nos quedamos sin nada y al ser migrantes se agrava la situación. Aquí no nos puede acoger un padre, una hermana,… Además, nosotros sostenemos el hogar que tenemos allá y el que hemos formado aquí. Nuestra realidad es mucho más complicada».

Ella llegó hace algo más de cuatro años a España huyendo de la inseguridad y el peligro de su país natal, Honduras, donde fue empleada bancaria, corredora de seguros y funcionaria pública. En este país centroamericano le quedan otros dos hijos, a los que quería visitar en la Semana Santa pasada. «Iba a cumplir el sueño de volver para ver a la familia, pero me quedé con los billetes ya comprados y es algo que no se va a poder realizar hasta que no se normalice la situación», asume.

«Mis hijos se han graduado de bachillerato, les he podido comprar un coche y, si enferman, allí que no hay sanidad, pueden ir a un médico privado», detalla. Con uno de ellos ya en la universidad, ahora cada mes envía a su familia en Honduras aproximadamente la mitad del salario que gana.

En febrero empezará a preparar la prueba para obtener la nacionalidad. España, asegura, «es un país muy generoso para alguien que viene con ganas de trabajar», aunque se muestra critica con la ley de extranjería, que considera que está «obsoleta» y que tiene efectos especialmente perniciosos para las empleadas en este sector. «A una chica que llega, que puede ser útil, productiva, la ley le obliga a estar tres años bajo economía sumergida, porque es que además no puede recibir ayudas. Eso da pie a que podamos ser objeto de todo tipo de explotaciones y abusos», lamenta.

«A la gente le da miedo que entremos en su casa»

Cuando comenzó la crisis sanitaria, hace casi un año, Pilar B.R. llevaba ya veinte trabajando como empleada de hogar, fundamentalmente limpiando en viviendas, aunque en los últimos tres lo había hecho cuidando a una persona mayor. «Era ayudarlo sobre todo a él, pero también echar una mano en la casa. Yo estaba de mañana y una compañera de noche», explica. Pero con la irrupción del virus, «decidieron tener solo una interna para evitar que estuviese gente entrando y saliendo de la casa». Así que de un día para otro se quedó sin trabajo y sin poder cobrar ninguna prestación. «Siempre he estado dada de alta. Lo que no entiendo es que después de tener tantos años cotizados no pueda cobrar el paro. Que tenga que verme en la calle y sin derecho a ninguna ayuda», lamenta esta cacereña de 42 años.

Considera que la ocupación que realiza está discriminada respecto a otras, y que «no está nada valorada» socialmente. «Si estamos cotizando como cualquier otro empleado, ¿por qué si dejamos de trabajar no tenemos ese derecho?», se pregunta. Esta desprotección, arguye, hace que «mucha gente acabe trabajando en negro, porque cree que no vale para nada cotizar. Dicen ‘si ganamos más por hora y no vamos a tener ayudas ni nada....’. No piensan en el futuro». Ella, por su parte, sostiene que prefiere hacerlo «de forma legal y estar cotizando porque sé que el día de mañana voy a tener una jubilación», esgrime.

En dos décadas, señala, nunca ha podido disponer de una baja por enfermedad. Tampoco por maternidad en ninguno de sus dos partos. «Cuando nacieron mis niños tuve que dejar de trabajar porque cuando los tienes tampoco te aceptan. Te dicen que ya no puedes estar todo lo disponible que quieren», resalta.

Tramitó al subsidio que ofreció el gobierno durante el confinamiento para estas trabajadoras. «Lo solicité pero no me lo concedieron», sin alegar «nada» para ello, asegura. «Ahora mismo estoy buscando trabajo por todos sitios, pero no lo encuentro, porque a la gente le da miedo que entremos en su casa por el tema del covid y prefiere arreglárselas como puede».