"Empecé a los 18 años con las tragaperras. Al principio era una diversión, pero luego me atrapó la sensación de dinero fácil". Así arranca la historia de Antonio (nombre supuesto), jugador en rehabilitación que vivió tres años encadenado a las máquinas. Además, confiesa: "Tuve la mala suerte de acertar un día una quiniela de 13, y me dieron 300.000 pesetas".

Este golpe de fortuna reforzó su percepción de que podía ganar mucho con el juego, y entró en un círculo vicioso. "Cada vez perdía más y cada vez arriesgaba más para recuperar lo perdido". Entretanto, continuó con su trabajo, donde le comía la ansiedad por salir para jugar, y se casó.

Vinieron entonces las mentiras a su mujer, los sablazos a los amigos. Un día, su mujer se enteró de todo por casualidad. "Al principio no reconocí el problema, y para demostrárselo a mi mujer, dije que iba a dejar de jugar, pero sólo aguanté dos días".

Visitó al psiquiatra, y de nada sirvió: cuando no estaba sedado, jugaba, llegando a fundirse 50.000 pesetas en una tarde. "Entonces mi mujer me dijo que, o dejaba el juego o se marchaba, y buscamos ayuda". A partir de ese momento, hace ahora cinco años, comenzó una lenta recuperación, "donde se sufre el ´mono´ igual que con las drogas".

Hoy, Antonio ya no juega, pero se sigue considerando "en rehabilitación". De hecho, le tienen prohibido, se tiene prohibido, cualquier juego donde intervenga el azar. "Ni al parchís juego con mi hijo".