Eran los primeros días de diciembre de 2010 y ya resultaba muy costoso para Silvia acudir a su tercer colegio con la motivación debida, aquella que se despertó en ella a comienzos del curso, en septiembre de ese año, tras no haber asistido, por exclusión y marginación, a colegio alguno desde hacía dos años y comenzar con ilusión y ganas el nuevo curso. Pero una vez más, tras el día a día, se fue apagando pues sus compañeros, tras ir conociendo sus características y sus desconocidas graves experiencias, fueron poco a poco dándole de lado, no contando con ella y, finalmente, excluyéndola y burlándose de ella, como ya ocurriese en los dos colegios anteriores.

Aunque, en modo alguno se le ayudó académicamente, al menos su ilusionante comienzo con algunos de sus compañeros fue motivo para que ella llegase contenta a casa tras sus primeras jornadas escolares, porque, en cierto modo, entendía que contaban con ella. Los breves espacios de tiempo de recreos y algunos paréntesis entre clases le parecían motivadores y le valían para regresar a casa medianamente satisfecha. Pero esos días duraron apenas un mes o mes y medio y la pesadilla comenzó de nuevo cuando, a últimos de octubre o principios de noviembre, comenzó a despertar de su sueño para ir comprendiendo que determinados compañeros comenzaban a pasar de ella más de lo que ella aún no había ni imaginado.

Posteriormente, de su contestación, cuando yo le preguntaba cómo había ido el día, del muy bien pasó al regular, ya con su sonrisa primera desvanecida y con un brillo apagado en su ojos por cierta incredulidad, pues no entendía tales cambios de actitud de quienes ella había hablado extraordinariamente bien.

Finalmente los días se fueron apagando cada vez más y ella me contaba que rompía a llorar a menudo, pues, una vez más, los, en principio, simpáticos y amables compañeros, pasaron a marginarla cuando no a criticarla y, finalmente, hostigarla.

Determinados indicadores y comprobaciones me confirmaron que ya en noviembre, el proceso que se había producido en los dos anteriores colegios, una vez más se había repetido en este tercero y ya último y definitivo centro escolar (consúltense “Creo en ti”, “El otro cumpleaños”, etc.). Eran ya una suma importante de despropósitos, discriminaciones y exclusiones muy dañinas para Silvia, con su mesa rallada ostensiblemente como reacción a ser considerada una “chivata” al intentar contar en público, dada su ingenuidad, a una mediocre maestra victoriana, sus dificultades escolares con compañeros; las falacias contadas por nefastas compañeras que le daban de lado en los recreos y actividades cooperativas para luego dar la imagen de honrosas, amables y solidarias compañeras, cuando expresaban a complacientes maestras su buena disposición para con mi hija y que, cómodamente, eran siempre creídas en contra de la versión de mi hija, a la que sistemáticamente se le banalizaban, ninguneaban y devaluaban sus intentos de explicación al profesorado. Como la que tuvo que soportar unos días antes, cuando otra compañera -supuestamente una de las más amables hasta la fecha, según Silvia-, en un cambio de clase y subiéndose a un pupitre manifestó en alto y para todos sus compañeros que “el regalo de la Silvidita es que se va a quedar en casa”.

Evidentemente esta última frase escondía no ya solo mucho daño para la muy minada autoestima de Silvia, sino que indicaba claramente cómo alguien muy cercana al problema padecido por mi hija había usado una de las armas más dañinas y utilizadas en el acoso y derribo hacia las víctimas: el rumor, bulos y propagación de descrédito social. Y afirmo esto porque tan solo una alumna de ese último colegio y ex compañera de Silvia en su anterior colegio sabía que mi hija se había visto obligada a exiliarse de su antiguo colegio, donde esta “sabandija aventajada” había sido una de las mayores hostigadoras y donde ya di las quejas oportunas a la dirección del centro, a principios de curso en este último y tercer centro, tras confesarme mi hija cómo los tres primeros días, esa nefasta aprendiz de ciudadana comenzaba a molestarla en el recreo, curiosamente luego parada esa actitud, al menos en las formas (léase relacionado “Asco obligado”).

Fue por esa época, últimos días de asistencia al colegio (mediados de diciembre de 2010) cuando Silvia recibió un e-mail de una “compañera” que le solicitaba su aportación en un trabajo de música y dada la dinámica que se estaba dando y la indecisión de mi hija hacia qué vídeos de Internet aportar, le sugerí que enviase algunos relacionados con el acoso escolar, para así intentar que determinadas actitudes escolares pudiesen despertar en diversas conciencias el daño que Silvia venía soportando desde prácticamente toda su escolarización. La consecuencia de tal intento de comprensión y concienciación empática, finalmente, se tradujo en una teatral puesta en escena de esa compañera, cuando en clase de Música, ésta optó por ridiculizar lo que el vídeo en sí representaba, exagerando con sorna y gran dosis de estupidez humana, que le afectaba la visualización de tal vídeo, haciendo el papel cómico-teatrero de estar muy afectada y sensibilizada, a lo que mi hija, una vez más, quedaba atónita y decepcionada.

Días después, el 14 de diciembre, Silvia sufrió su último atentado a su minada dignidad (repásese “Chúpate las cejas con la lengua”). Eran ya demasiadas las hostias psicológicas infringidas por el grupo, más aún teniendo en cuenta el cuadro ansioso depresivo y estrés postraumático reactivo al acoso escolar padecido por mi hija, prácticamente desde toda su escolarización. Jamás regresaría ni regresará a colegio tradicional alguno, dada la enorme incompetencia, incapacidad, negligencia, cinismo y minusvalía de todo un sistema educativo; en este caso extremeño, a los que hago responsables de esta discriminación consentida.