Todos hemos subido (alguna que otra vez) a la azotea de nuestra propia estupidez. Desde allí, nos permitimos la licencia de otear las debilidades humanas de los demás; a la vez que nos colocamos alguna que otra inmerecida medalla al mérito de nuestra hipocresía. De esta manera, calmamos el ansia de nuestro dictador más traumático y pendenciero: el propio ego. No vendría mal ir democratizando a este entrometido traidor. Todo fluiría con más calma, en este complicado torrente por donde confluyen nuestras vidas.