El segundo largometraje del director mexicano Alejandro González Iñárritu no traiciona ninguno de los elementos por los que se dio a conocer hace tres años con Amores perros . Su paso al cine estadounidense no ha sido traumático. La presencia de actores más cercanos a la independencia que a los entresijos hollywoodienses, aunque a veces trabajen en grandes producciones (Sean Penn, Benicio del Toro, Naomi Watts), reafirma el talante indie, costeado con dolares pero concebido como si estuviera hecho con pesos.

El cineasta recurre de nuevo al estilo desestructurado del relato tradicional. 21 gramos --el peso que pierde un ser humano al morir-- plantea unas cuantas tragedias recurriendo a la fragmentación no cronológica de la historia. La cinta está concebida como un puzle en el que el dolor, el desasosiego y la aislada calma se alternan sin obedecer a la lógica ortodoxa. La primera secuencia no es, cronológicamente, la primera del relato. La segunda puede ser la sexta, y la tercera, la penúltima.

Iñárritu busca de esta manera una graduación dramática distinta a la establecida, a la vez que mezcla las emociones de sus cuatro personajes, con saltos en el tiempo. Puede que de este modo, como confesaba el director, el dolor general de la historia quede algo mitigado, pero el resultado global es el de otra gran tragedia americana fundamentada en la culpa, el martirio y la expiación.

De narración disgresiva completamente distinta a la de Mystic river, comparte no pocas cosas con la película de Clint Eastwood, entre ellas la presencia de un atormentado Sean Penn. Un hombre enfermo que necesita un nuevo corazón, una mujer que ha perdido a su esposo y a sus hijos, un individuo que ha recobrado la esperanza en la religión y la desorientada esposa del primero. Con estos cuatro personajes al límite construye el cineasta mexicano su película, que redescubre el melodrama y experimenta con la narración.