Alejandro Magno no es tan distinta de muchas de las películas de Oliver Stone. Si algo caracteriza su obra, además del culto obsesivo a la década de los 60 en EEUU, es la fascinación por los personajes relevantes, sean históricos o imaginarios, megalómanos, consensuados o cuestionados.

En este contexto, Alejandro Magno no es más que otra muesca que Stone le hace a la historia. La diferencia esencial, importante porque condiciona todo el sistema de producción, es que aquí recrea los confines del mundo civilizado en el año 336 antes de Cristo, cuando Alejandro quiso erigirse en monarca de Oriente y Occidente. La película tiene casi todos los defectos de este tipo de peplums ilustrados, pero también sus aciertos. La voz narrativa del viejo Tolomeo (Anthony Hopkins) resulta algo farragosa en su deseo de aclarar todos aquellos referentes históricos que resultan necesarios para una mejor comprensión del relato. A esa voz le sobra didactismo: Stone no ha conseguido expresar con imágenes aspectos de la personalidad del monarca. El tratamiento de la bisexualidad de Alejandro también es discutible. Se expone, y eso parece ser un añadido al ritual de supuestos escándalos con los que Stone ha forjado parte de su obra, pero no hay lógica para que las relaciones heterosexuales resulten visualmente evidentes mientras que las homosexuales sean meramente sugeridas.

Sobre el tema de la elección de Angelina Jolie para encarnar a Olimpia, la madre, mejor no hablar: no es sólo que rompa todo verosímil, ya que la actriz sólo tiene un año más que Colin Farrell, quien incorpora a su retoño con aspiraciones expansionistas, sino que la airada hija de Jon Voight no da el tipo ni en la calma ni en la furia. Por el contrario, la materialización de los rasgos épicos resulta muchísimo más gratificante pese a que el filme incurre en el mismo defecto escénico que Troya , por citar otro peplum caro e ilustrado: la escasa consistencia de la digitalización de masas o la creación por ordenador de los fondos de Babilonia.