Tras el previsible revolcón de El planeta de los simios , una película que Tim Burton sabe que no tenía que haber hecho --aunque tampoco se trata de una mediocridad--, el habitante más extraño de Hollywood ha vuelto a sus orígenes. Big fish participa de todos aquellos elementos por los que el peculiar universo fílmico del director de Eduardo Manostijeras es reconocido. Hay gigantes, hermanas siamesas, brujas de un solo ojo, peces míticos, sirenas, coches que aparecen en los árboles tras una noche de tormenta, árboles que cobran vida, bosques tenebrosos, pueblos edénicos cuyas calles rebosan de césped de verde hiriente, mansiones recubiertas de enredaderas, humor negro, carpintería visual y personajes anómalos más allá de las reglas del juego establecidas por la sociedad.

Pero Big fish , participando de toda la imagineria burtoniana, entre lo raro y lo romántico, es ante todo un prodigioso relato que articula estos elementos reconocibles en una reflexión sobre el arte de narrar. El protagonista, desdoblado en Ewan McGregor cuando es joven y Albert Finney en la vejez, ha pasado toda su vida relatando historias fantásticas y fascinantes que la gente no se cansa de escuchar. Todos menos su hijo (Billy Crudup), que sigue reclamándole en la edad adulta todo aquello que le negó en su infancia.

El hijo cuestiona las historias de su padre. Para él no son más que relatos imaginados sin ningún poso de verdad, fugas fantasiosas de un hombre que no quiso aceptar los rigores de la vida familiar. Burton indaga en esas historias, busca lo que tienen de experiencia propia, diserta sobre el poder de la imaginación para quien esté dispuesto a ser seducido y viaja constantemente adelante y atrás en el tiempo. Hacía años que un filme no utilizaba tan bien la estructura permanente del flashback, mezclando la realidad con la visualización de los relatos de forma altamente armoniosa.