Si no existiera Lars von Trier, habría que inventarlo. Por el bien del cine entendido como un arte que debería estar en permanente evolución.

No siempre le salen bien las cosas, pero cuando eso ocurre --Europa , Rompiendo las olas -- parece que la narrativa da un paso gigante. Vuelve a ser el caso de Dogville , un filme admirable en todos los sentidos: reinventa la puesta en escena, se sirve del estilo del Dogma finiquitándolo al mismo tiempo y ofrece uno de los retratos más desesperantes que nadie se ha atrevido a realizar nunca de la sociedad norteamericana.

Von Trier coloca a sus personajes, 15 adultos y media docena de niños, en un escenario de fondo oscuro, cuando es de noche, y de blanco cegador, cuando es de día. Durante 177 minutos muestra sus evoluciones sobre esa tarima adornada con pocos objetos y con los nombres de cada personaje escritos en tiza en el lugar que representan sus casas.

La película se divide en un prólogo y nueve capítulos. Cada uno corresponde a un estado de ánimo en la relación entre los habitantes de Dogville y Grace, la fugitiva interpretada excelentemente por Nicole Kidman que llega al pueblo escapando de unos gángsteres. Primero es acogida. Después, humillada.

Dogville es la anatomía de una sociedad basada en la inseguridad, el peso atormentado de la religión, el puritanismo y la desconfianza. Grace no es ni mucho menos un ser virginal, pero arroja luz en una comunidad cerrada que en su concepción anímica y escénica resume el gran teatro del mundo (norteamericano), según Von Trier.

El desenlace, de concepción casi operística, coronado por unos títulos de crédito excepcionales, con fotografías del reverso oscuro del sueño americano sobre las que se escucha el Young americans de David Bowie, te deja estremecido contra la butaca tras tres horas de opresiva desazón. Así se conciben las obras maestras.