En el cine de Mariano Barroso se barajan dos conceptos. Por un lado, casi todas sus películas tienen la atmósfera del filme bien hecho, cuidado y pulido, pero no en el sentido esteticista de la palabra; tienen, en definitiva, la conciencia del buen artesano. Por otro, largometrajes como Mi hermano del alma o Los lobos de Washington poseen un sello propio. En esta división se debate la obra de un cineasta que rueda estupendamente pero al que a veces le flaquean las ideas argumentales. Hormigas en la boca está un poco en esta tesitura. Lo que cuenta la película no es especialmente original y parece un reciclaje de la fórmula más conocida de la serie negra, con protagonista escéptico, desengañado, engañado y vapuleado, mujer más o menos fatal, político corrupto y hampones sádicos como primeras espadas del reparto. Pero Barroso lo cuenta francamente bien, y lo ambienta aún mejor.

Acostumbrados en el cine español a las evocaciones acartonadas de tiempos pretéritos, La Habana del año 1958 que muestra la película y, en menor medida, la Barcelona de la misma época y de 10 años antes respiran una considerable verosimilitud. Además, el director concibe el retrato en dos direcciones: desde el punto de vista realista y también desde la perspectiva cinematográfica, ya que La Habana recreada en la película es, a su vez, una ensoñación.

Barroso juega con todos los clichés del género, situándose entre Retorno al pasado , Laura y Marruecos como algunos referentes del cine negro. El cambio de decorado resulta afortunado, ya que la estética nihilista propia de aquellas películas estadounidenses casa muy bien en la húmeda atmósfera de la ciudad cubana y en el contexto de los días previos al triunfo de la revolución.

Los personajes, con todo, carecen de las aristas necesarias. Tres ejemplos: el villano (Jorge Perugorría) lo es mucho; la protagonista (Ariadna Gil) es preclara en su ambigüedad, y el que ejerce de antihéroe (Eduard Fernández) se hunde en el romanticismo a lo Casablanca