Nadie puede poner en tela de juicio la importancia de los estudios de Alfred Kinsey (1894-1956) sobre la sexualidad en Estados Unidos hasta mediados del pasado siglo. Los dos libros que publicó sobre sus prospecciones científicas, uno dedicado a la sexualidad masculina en 1948 y otro sobre la femenina cinco años después, fueron motivo de escándalo en la puritana sociedad de su tiempo, pero también hicieron avanzar, individual y colectivamente, en la liberalización de temas tabú como la homosexualidad, las relaciones prematrimoniales, la masturbación o las enfermedades venéreas.

Pero el biólogo, zoólogo y finalmente sexólogo Kinsey, como personaje cinematográfico, como objeto de una tan cuidadosa como previsible biografía fílmica, no tiene la misma relevancia.

La película que ha realizado Bill Condon carece de verdaderas aristas, de momentos de auténtico choque dramático. Condon es responsable de un anterior biopic bastante más sugerente sobre un personaje menos emblemático, lo que demuestra que no por contar con una figura polémica, el resultado va a ser mejor. Me refiero a Dioses y monstruos , filme centrado en la figura otoñal de James Whale, el director homosexual de la primera versión sonora de Frankenstein.

Ahí se mostró Condon menos encorsetado, más valiente al adentrarse por el terreno de la ficción pese a estar tratando situaciones reales. Salvo en contadas ocasiones, parece como si Condon se frenase: el filme resulta demasiado sumarial, aunque eso puede estar en consonancia con la fría metodología del propio protagonista.

Con todo, la película es correcta y estimable en sus interpretaciones: Liam Neeson, como Kinsey, y Laura Linney, como su esposa Clara McMillen. También se agradece que, tras la última imagen, no aparezca el habitual y a menudo inútil rodillo explicando qué le pasó después al personaje y sus directos colaboradores. Kinsey atrapa un trozo de vida y concluye donde desea el director.