Más redonda que Las vírgenes suicidas , Lost in translation reafirma lo que era mucho más que una intuición viendo el primer largometraje de Sofia Coppola: la hija de Francis Ford no tenía madera de actriz --fracasó estrepitosamente en El Padrino III --, pero sí posee un innegable talento como realizadora. La película está producida por su padre y su hermano, Roman Coppola, se encargó de realizar las tomas de segunda unidad, esos planos que revolotean sobre el silencio y la incomunicación de Tokio. Es un filme en familia, pero es Sofia quien rige los destinos de su carrera.

La atmósfera ingrávida que se conseguía parcialmente en su primera película es toda una realidad en esta. Muestra el día a día de dos personajes en crisis que además se encuentran en una ciudad que no es la suya, la devoradora Tokio, completamente extraños de sí mismos.

Sofia expresa el desasosiego con gestos y silencios más que con grandes frases y certezas. Su película es el retrato casi abstracto de dos soledades, la del actor cotizado que se encuentra en la ciudad japonesa para rodar un lucrativo anuncio, y la de la joven esposa de un fotógrafo de moda que no sabe que hace ni en Tokio ni con su vida.

La severidad de las respectivas situaciones y el tacto con el que la realizadora presenta el acercamiento afectivo entre los dos protagonistas no impide que en el relato surjan situaciones cómicas polarizadas por un Bill Murray sobresaliente. Secuencias como los dos memorables momentos en los que el actor ensaya el rodaje del espot y se somete a una sesión fotográfica provocan una huida de la realidad dramática a la que está abocada la historia.

Sin Murray la película no sería posiblemente la misma, pero lo mismo cabe decir si le faltara Scarlett Johansson, la última actriz de moda, cuya expresividad sigilosa y silenciosa deviene uno de los puntales en los que se asienta este magnífico largometraje sobre la soledad y el afecto.