El rutilante éxito de El hijo de la novia habrá marcado un antes y un después en la carrera de Juan José Campanella, director argentino formado en Nueva York que parece haberle devuelto al cine de su país parte del esplendor perdido. Otros filmes argentinos cosechan buenas críticas y alcanzan un nivel más que aceptable en las taquillas, pero los de Campanella se convierten en la película del año, el título más esperado, el que debe confirmar definitivamente la bonanza con que los cineastas argentinos afrontan la situación del país.

Luna de Avellaneda no puede abstraerse del éxito de El hijo de la novia . Casi todos los cineastas, sean del país que sean, acostumbran a seguir en la misma línea si una película les ha funcionado tan bien. Campanella no es una excepción. Vuelve a tener a su lado a los actores Ricardo Darín y Eduardo Blanco, que son para él lo mismo que el guionista Rafael Azcona para Berlanga, el decorador Alexandre Trauner para Billy Wilder: piezas esenciales de un sistema expresivo. Con ellos dos se siente más seguro, más decidido a explotar esa vena popular que se ha convertido en el santo y seña de su cine. Además, en Luna de Avellaneda sigue dando empaque a los personajes que encarnan estos dos actores, supervivientes con distintos métodos para seguir adelante en la vida, pero los refuerza con un mayor protagonismo de las teóricas figuras secundarias.

La película es toda ella un ejercicio de supervivencia. Habla de cómo sobrevivir en tiempos de crisis económica y desencanto ideológico, pero también trata de la supervivencia afectiva y matrimonial, de la recuperación de los viejos ideales de antaño en cuanto a las relaciones en una pequeña comunidad que se niega a ser devorada por el ideario capitalista del momento.

Luna de Avellaneda es una película de diálogos bien escritos e interpretados con enorme soltura, de momentos por encima de un conjunto homogéneo. Retazos de un cine popular de presente más que de futuro.