Puesto que, en Saraband , el cineasta Ingmar Bergman retoma a los personajes de unapelícula anterior, Secretos de un matrimonio , rodada en el año 1973, recuperar esa obra maestra antes de enfrentarse a su última y magnífica película es recomendable, pero no necesario, puesto que cuanto debemos saber de esas personas y su pasado se nos explica rápidamente. Y si aquélla era una radiografía tan espeluznante como honesta de las relaciones de pareja, ésta lo es de las familiares.

La película sirve como compendio de las disfuncionales obsesiones del sueco: amor, muerte, memoria, deseo, devoción filial, autoridad paterna y misterio de la comunicación humana.

Pero algo ha cambiado: pese a su serenidad y precisión implacables, en la feroz disección de los personajes se vislumbra un indicio de compasión. Concebida como una pieza de cámara para cuatro actores, Saraband se articula como una serie de dúos con entidad, basados en confrontaciones verbales que demuestran que, para el director sueco, el rostro humano es el asunto más importante del mundo del cine, y en las que los personajes se echan mutuamente sal en las heridas: Saraband habla de cómo la gente insiste en atender las demandas de sus egos antes que buscar la felicidad --tanto la propia como la ajena--, de cómo padres e hijos viven en casas adyacentes para seguir odiándose, para seguir teniendo motivos de vivir.

La indiferencia que Bergman siente por el estilo visual bordea el desprecio. Y rehusa hacer que la fealdad de lo que explica parezca atractiva, y así es como su historia adquiere honestidad y lucidez infinitas.