Robots, el segundo largometraje de Chris Wedge y Carlos Sandanha tras la excelente La edad de hielo , hace del detallismo su mejor virtud. Sin ser tan trepidante como el trabajo precedente de la pareja, esta fábula ambientada en una gran ciudad habitada por robots se crece en el movimiento de los personajes, en sus gestos, en sus brillos y en los más nimios detalles que los conforman. Genéricamente, la película mezcla muchos ingredientes. Pueden citarse referencias escenográficas de Metrópolis y muchas películas de ciencia-ficción de los años 50. En el terreno de los sentimientos, el ideario del filme es similar, aunque más corrosivo, al de aquellas comedias ingenuas de Frank Capra sobre desniveles sociales y ciudadanos anónimos que lo arreglaban todo. En el repertorio habitual de las citas a otros filmes, algo que se ha hecho consustancial al cine de animación contemporáneo, se llevan la palma la ronca voz del ordenador de 2001: una odisea del espacio y el émulo metálico de Gene Kelly cantando bajo el aceite. También hay una persecución motorizada que recuerda a Terminator .

La primera parte de la película es deliberadamente grasienta, porque buena parte de las secuencias acontecen en una grasería, es decir, el bar en el que se dan cita los robots para emborracharse con combinados de aceite. La segunda, ambientada ya en la urbe futurista de Robot City, hace del brillo del metal una auténtica exploración cromática. La combinación de colores primarios de los robots, las texturas metálicas y la riqueza escenográfica minimizan los defectos de guión y lo previsible de algunos personajes.

La segunda película de Wedge y Saldanha reúne todo lo que puede esperarse de un trabajo de estas características: ingenio en línea progresiva --el relato arranca algo espeso--, comedia brillante --se lleva la palma un inspirado gag en una cabina telefónica--, gran detallismo visual y sentimiento pese a ser un filme de animación digital ambientado entre almas de metal.