Sahara intenta ser la gran película de aventuras hollywoodienses del nuevo milenio, a la espera de que Steven Spielberg decida si reactiva o no a Indiana Jones. Pero la historia la relegará a un papel más modesto: Sahara será recordada por ser una de esas películas en cuyo rodaje el protagonista y la protagonista se enamoran en la vida real, una especie de género en si mismo que funciona muy bien desde que Humphrey Bogart y Lauren Bacall empezaron a citarse al acabar las jornadas de filmación de Tener y no tener .

Matthew McConaughey interpreta a un buscador de tesoros antiguos más próximo, por constitución, fortaleza, pericia, atrevimiento y manejo de las armas a cualquier descendiente de James Bond. Penélope Cruz es una doctora que trabaja para la Organización Mundial de la Salud, pero en un momento dado es capaz de disparar un fusil con algo más que pericia y sangre fría y demuestra también su habilidad para los enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Entre los dos, asumiendo las funciones bufonescas, está Steve Zahn, un comediante atropellado que necesita dos o tres secuencias para su único lucimiento. Aquí las tiene, pero le hace sombra a Penélope.

Los tres viajan por media Africa, se enfrentan con los soldados de un dictador y con los tuaregs, van en camello, jeep, canoa y en un destartalado avión, destrozan bases secretas y helicópteros y hasta vuelven a la vida los viejos cañones de un barco acorazado que, durante la guerra de secesión, pudo sortear el bloqueo nordista y aparecer, Dios sabe como, nada menos que en Nigeria.

La trama, con el tesoro escondido en dicho barco como espoleta que conecta con las pesquisas de la doctora para atajar una epidemia que se extiende de Nigeria a Mali, se limita a acumular una detrás de otra escenas de supuesto impacto. El largometraje tiene algo de broma disconforme, de atropello exagerado y asumido, pero ha costado demasiado para que pueda considerarse un divertimento exótico.