La gran casa de la lectura tiene la voluntad de acoger a todo el mundo, pese a que año tras año las estadísticas se empecinen en desmentirlo: solo el 67,7% de los niños de 10 a 13 años son lectores habituales, entendiendo como lector habitual a aquel que lee una o dos veces por semana (cifras que descienden al 58% en el caso de los adultos). Pero que no nos embauquen, no estamos tan mal. Porque si hay algo cierto en todo esto, es que jamás en la historia de la humanidad se había leído tanto como ahora.

A tenor de los artículos, ensayos, libros y demás, son muchos los escritores, pedagogos e intelectuales varios que han investigado cómo conseguir el elixir de la lectura; cómo descubrir una esencia que, administrada en dosis adecuadas, logre que todo niño se sienta prendado por la belleza de la letra impresa de manera que, desde el momento en que la pruebe, no pueda vivir sin ella. Por citar a algunos, recordemos a Harold Bloom y a su Cómo leer y por qué , o a Daniel Pennac y su decálogo, que está incluido en el ensayo Como una novela , o a Emili Teixidor y su artículo Estrategias del deseo o trucos para leer o, más recientemente, a Doris Lessing, que en su discurso de agradecimiento por el premio Nobel de literatura del 2007, Cómo no ganar el premio Nobel , subrayó la importancia de la lectura.

MONOPOLIO DE LA ESCUELA Pero para desdicha de todos, actualmente el camino de la lectura está preso por el mundo educativo casi en exclusividad, con la excepción del trabajo de los bibliotecarios.

En defensa de los maestros y profesores, quizá esto sea una respuesta a tantas familias que se han dado de baja en educar a sus hijos. Este exceso de didactismo ha supuesto un lastre para muchos lectores en formación que, hartos de rellenar fichas, se han borrado del club. Y es mucho más difícil que un lector desengañado vuelva que iniciar a un no lector. "¿Por qué leer, si no me gusta?", se preguntan.