Este viaje comienza en un vaporetto surcando olas turquesa camino de un lugar congelado en el pasado. El destino, Brijuni, es un puñado de diminutas islas esparcidas por el Adriático, que las separa de Istria. Una península tan cercana a Venecia que sus hermosos pueblos costeros --como Porec, Rovinj y Pula, con sus piedras romanas que enamoraron a James Joyce-- hasta tienen dos nombres: el genuino, croata, y el italiano. Aquí, en Brijuni, el padre de Yugoslavia, Tito --hijo de croata y eslovena y croata él mismo--, instaló ocasionalmente su corte y, desde este paradisíaco archipiélago, gobernó el país seis meses al año.

Veintiocho años después de su muerte, las Brijuni, hoy parque nacional, están consagradas a su memoria. De una forma un tanto estrambótica, eso sí. El legado de Tito consiste en tesoros tan chocantes como un aparatoso cadillac negro, una galería de fotos en sepia que recogen sus momentos de esplendor y glamur y donde aparece junto a reyes --Isabel de Inglaterra, Margarita de Dinamarca, Balduino de Bélgica--, figuras del star system de la época (como Sofía Loren y Gina Lollobrigida) y numerosos gobernantes. Aunque lo más esperpéntico sea quizás una exposición de animales salvajes disecados, amén de dos elefantes, Sonia y Lanka, que aún respiran.

Las Brijuni evocan una Yugoslavia que se descompuso nada más fallecer Tito. No muy lejos, la huella de la terrible guerra que dinamitó el empeño del mariscal se deja ver con claridad. Cuando el viajero cruza la Krajina rumbo a esa maravilla de la naturaleza llamada lagos de Plitvice --16 estanques de cristalinas aguas de todos los colores imaginables comunicados por espectaculares cascadas-- siente que se le hiela la sangre. Casas destruidas, orificios de bala en paredes, puertas y ventanas y hogares abandonados o a medio reconstruir jalonan el recorrido.

La mirada de Ulises

El paisaje se completa con unas pocas y enjutas ancianas de negro con pañuelo en la cabeza que parecen sacadas de un reportaje televisivo de la guerra de los Balcanes, que tan sobrecogedoramente recrea Theo Angelopoulos en La mirada de Ulises . De Saborsko, uno de los principales escenarios de la masacre de serbios, solo quedan las ruinas. Y a la orilla de la carretera que une Zagreb con la costa dálmata, dos tanques del Ejército croata dan fe de la victoria.

El ideólogo de esa limpieza étnica en 1995, el general Ante Gotovina, hoy en prisión en La Haya, sigue siendo considerado por muchos croatas un héroe nacional. Su fotografía puede verse en grandes vallas publicitarias --como si del anuncio de un refresco para aliviar la canícula se tratara--, en varios puntos de la red viaria del país.

En la periferia de Zadar y Split las heridas en las fachadas de los humildes bloques de pisos causadas por proyectiles serbios permanecen sin cerrar. Por suerte, los bombardeos no alcanzaron a los centros históricos (el de Zadar sí fue machacado durante la segunda guerra mundial). Es toda una experiencia callejear por la parte vieja de las dos ciudades cuando el sol ya no aprieta, y, al anochecer, saborear unos jugosos calamares a la plancha (uno de los platos estrella de las cartas) regados con un buen dingac en cualquier terraza.

La llegada a Dubrovnik, la perla del Adriático, como la califican los folletos turísticos, coincide con la detención en Belgrado de Radovan Karadzic. La noticia vuelve a impedir al viajero olvidar la guerra, cuyo rastro se nota asimismo en esta deliciosa ciudad amurallada donde nada cuesta tanto como aparcar, tomada por veraneantes de cualquier nacionalidad.