TAt mi abuelo le llamaban España. Un señor con cierto ascendente en la comunidad de vecinos. Me cuentan que en los últimos años, cuando se encontraba por los pasillos con alguno de sus hijos, les soltaba: "en casa sin seso, muchas ratas y poco queso". Motivo por el cual, por sermoneador y por viejo, mis padres lo mandaron al asilo. Incluso decidieron que su apellido sonaba a rancio. Ahora somos los señores de Comunidad Autónoma y País Prefederal. Diecisiete hermanos viviendo en la misma casa y comiendo del mismo bolsillo. Lo malo es que ni el abuelo era tan rico ni nosotros tan listos.

Hubo quien nos advirtió que eso de cambiar de nombre estaba muy bien, aunque estaría mejor sanear los cimientos e imitar las modernas estrategias de los vecinos más prósperos. Pero nos daba tanta pereza. Se vivía tan bien dejando la administración en manos de gente mercenaria. Una noche escuchamos sonido de ratas en las maderas del techo. Lo fuimos dejando. Total, sólo eran ratas. Hasta que un día, cuando fuimos a sentarnos a la mesa, la encontramos tomada por las ratas. Y en los platos un pestilente menú para ratas. Tenía su lógica, después de todo hacía tiempo que eran ellas las verdaderas dueñas de la casa.

La letra pequeña de cada contrato, cada hipoteca, cada convenio firmado en la bonanza, resultó ser una concesión hecha a las ratas. Escandalizados, llamamos al raticida. Un señor muy serio, muy de ciencias y muy alemán, que nos sentó a las partes a discutir la cuestión. A su juicio, la razón caía del lado de las ratas. La ley es la ley y los números, números. Y aquí nos tienen. Acatando las normas de la casa de las ratas. Trabajando más que nunca, cobrando menos que nunca, alimentando ratas a las que importa un comino el nombre de la familia.