THtasta la Revolución Francesa, la esperanza de vida de un europeo medio era de unos treinta años. Los obispos, los reyes y los nobles vivían ochenta. A los ojos del pueblo eso sólo podía tener una explicación: que Dios no estaba de su parte. Durante siglos la gente se limitó a trabajar, tener hijos, enterrar hijos y esperar que un día no muy lejano alguien echara piadosa tierra sobre sus cuerpos molidos. Fue en esos años que Voltaire escribió aquello de que todo se reduce a ser yunque o martillo y, añadía, dichoso de aquel que escapa a esta alternativa.

Es posible que nosotros hayamos sido la primera generación de la historia florecida en la creencia de haber escapado a esa alternativa. Ni apaleados ni martillos. Creímos que las leyes nos protegían de los desmanes de los de siempre, que la ciencia velaba por nuestra salud, que la educación mantendría engrasados los resortes de la democracia. De pronto, todo se tambalea. Lo llaman crisis, pero igual podían llamarlo despertar calderoniano. Porque uno mira a su alrededor y se siente como el Segismundo de Calderón , preguntándose si no será que el estado del bienestar fue sólo un sueño y éramos dormida carne de yunque sobre el cual afilaban unos pocos sus uñas de rapiñar.

Hasta la Revolución Francesa la gente creía que Dios nunca estaba de su parte. Un día pasaron de lo que pensara Dios y se cepillaron al sistema. Luego vino este creer en el progreso, y después este descubrir que el progreso era otro modo de llamar al dinero. Y ya nadie sabe en qué creer. Ni en el Papa , ni en Rajoy , ni en Talegón . Y es este no creer en nada lo que da miedo. La desesperación convierte las plazas en cadalsos. Yo aborrezco la violencia. Aborrezco por igual al yunque y al martillo. Pero ahí fuera se respira aire de fragua.