TEtl silencio es un bien escaso, tan preciado que pagamos por disfrutar de él. Las consultas de los terapeutas están llenas de gente que quiere ser escuchada en silencio, sin interrupciones, sin que se la juzgue y se decida cómo debe resolver sus problemas, que quiere desgranar paso a paso su pequeña historia y que este sea todo el objetivo, contar y que alguien, humano comprensivo, reciba nuestro relato.

Los pueblos antiguos lo sabían, los que gozaban de los beneficios de la tradición oral: el fin de la narración era la narración misma. Pero de repente, en pleno siglo XXI y con la red hirviendo de gente que dice y dice y dice, nadie escucha. Opinamos, nos indignamos, postulamos sobre temas que acabamos de conocer. La información hace tiempo que no es información sino titulares, y a golpe de titular forjamos nuestro imprescindible juicio sobre las cosas.

Antes nos desbravábamos haciendo el café de la mañana, comentábamos el qué acompañados del ruido de la cafetera y ya estaba. Los lugares para opinar, diarios y libros, eran casi sagrados, reservados a unos pocos privilegiados, y por tanto con controles exhaustivos sobre sus contenidos. Pero un buen día las masas nos rebelamos contra tal discriminación, todos queremos opinar, no queremos que nos guíen los pensamientos y sentimos que un ADSL nos da más poder que una revolución proletaria.

¿El resultado? Que las plataformas de opinión se han multiplicado hasta el infinito, que todo el mundo dice, habla, pía en una incontinencia verbal colectiva sin precedentes. Solo los pringados se quedan atrás, solo los parias tecnológicos no están en Twitter y Facebook o no tienen un blog. La cosa es decir algo, participar como sea, casi es igual lo que se diga si el número de seguidores, agregados, visitadores o clics es grande. Nadie escucha, pero tanto da, en la era de la comunicación comunicarse es taaaaan anticuado.