Cuando oímos y leemos en torno a las enfermedades raras, son diferentes las imágenes que nos vienen a la cabeza, patologías difíciles de detectar, tratamientos incurables, personas con dolencias extrañas. Lo cierto, en mi gran ignorancia de este tema, que una siente cierta distancia al tratar esta cuestión . Aunque conozco a personas con esas enfermedades denominadas raras. Creo, sinceramente, que habría que cambiar la denominación de raras, por el concepto de enfermedades poco comunes, pero que existen, y que deben tener el protagonismo para ser combatidas con todos los medios que dispone esta sociedad.

Tengo --siempre-- cierta extrañeza con la utilización de rara, porque creo que utilizando esta denominación parte de la sociedad se inhibe en su corresponsabilidad a la hora de reivindicar los medios para hacerlas tratables, aunque permanezcan incurables. En nuestra comunidad autónoma, por lo leído en prensa, parece que se han unido varias consejerías al objeto de coordinar un esfuerzo conjunto en pro de la investigación e indagación de este tipo de patologías, que no olvidemos son fuente de preocupación no sólo de los que la padecen, sino de sus familias que, a veces, tienen que hacerse oír y escuchar, como si este tipo de dolencias no germinara con verdadero ímpetu y dolor en tantas y tantas familias. Para mí no debiera haber distingo entre estas enfermedades, que, insisto debiéramos llamar poco comunes, con el resto de otras. Es una persona enferma y necesita tratamiento, y en esto deben volcarse todo nuestro sistema sanitario público.

EN EXTREMADURA se ha dado la cifra de afectados por estas patologías entre 60.000 a 80.000 personas, siendo el 70 por ciento niños o adolescentes. Una cifra que por sí misma merece todo el esfuerzo que hay que hacerse. Singularmente, porque el devenir de muchos de estos pacientes y sus familias se circunscribirse a su espacio vital, peregrinando a los distintos centros médicos. Por esto sería interesante trabajar en la coordinación entre las distintas administraciones públicas para establecer una hoja de ruta, capaz de diseñar un modelo de vida, que no quede sumido el papel de las familias y del propio paciente a la demanda exclusiva de las necesidades de esa enfermedad poco común. Para eso es fundamental y, esto es clave, el conocimiento de la sociedad de ese tipo de situaciones.

Se trata más de un hecho social, que de la enfermedad en sí. Es la capacidad de cualquier sociedad que se presume solidaria de asumir la presencia de estas personas y sus familias como algo consustancial a la misma, que es diferente, y que esa diferencia no sirve para estigmatizar, sino para unir lazos de cooperación. Estas familias, siguiendo el término, rareza no son raras en la sociedad, son familias y personas con una problemática que todos debemos acometer.

Si algo debe ser doloroso, sin duda alguna, es tener la sensación de que el problema eres tú, en lugar de tenerlo tú. Siempre me ha resultado injusto asistir a pronunciamientos de estas familias teniendo que reivindicar a lo que tienen derecho. Porque el derecho debe ser ejercido y no pedido. Y más, cuando estamos hablando de ciudadanos que están aportando a esta sociedad un esfuerzo y compromiso por parte de sus familias. Aún más, en el momento actual están dando fe de la importancia que tiene un buen sistema sanitario público y de lo capital que es para el actual estado del bienestar.

Lo que queda, por hacer, por tanto es darles todo nuestro apoyo y apoyarnos en estas familias que con su ejemplo están demostrando a la sociedad una infinita paciencia para con un sistema que en demasiadas ocasiones les falla, y, especialmente, en este caso, cuando se trata de personas que tienen una diferencia, que no debe servir como lastre, sino como acicate para mejorar las investigaciones en patologías, que estoy convencía que serán beneficiosas para el conjunto de nuestra realidad vital. Estoy convencida que el problema no es el de la enfermedad, sino la capacidad de enfrentarnos todos al reto de unas patologías que no son comunes.