Solían acabar así los cuentos cuando éramos pequeños. Había reyes y princesas en mundos perfectos y esos personajes pasaron a formar parte de un imaginario idealizado, que no mencionaba la cara oculta de la miseria producida por el más piramidal de los sistemas. Intuyo que nos siguen contando cuentos al llegar a la edad adulta, no con fines literarios sino para distraernos de nuevas realidades.

Todo tiene un final, incluso los reinados edificados desde decisiones ilegítimas y mantenidos con verdades fabricadas. Obcecarse en permanecer en un cargo vitalicio hasta la agonía habría sido un despropósito que ya no defiende ni el más tradicionalista. Fingen ahora un teatro de normalidad, traspasando la más alta institución del Estado entre miembros de una familia, como si fuera un bar que pasan a regentar los hijos cuando el padre está cansado de estar tras la barra. Parece que esta vez tampoco nos van a preguntar qué queremos, no vaya a ser que nos dé por cambiar el final del cuento. Alargar en el tiempo las rígidas condiciones de modificación constitucional que nos impuso aquella generación, la que tenía más de 18 años en 1978, solo servirá para ahondar la distancia entre quienes nos dirigen desde palacio y quienes pisan el asfalto y la tierra.

Pero el conservadurismo, el miedo a plantear nuevos horizontes, es un lastre colectivo que todavía pesa demasiado. Estamos en uno de esos momentos en los que toca decidir si copiamos una página más de la historia o nos atrevemos a escribir una nueva. Reconozco que no soy ni objetivo ni imparcial, que de vez en cuando hay que romper con lo anterior, cerrar etapas y abrir otras con ilusión: colorín, colorado.