TLta cabaña. La cueva. La tienda. La casa. El piso. El apartamento. Mil nombres para una misma realidad: el hogar. Las cuatro paredes donde nos desnudamos, donde lloramos con motivo y donde reímos sin razón. El espacio y el tiempo sin máscaras pero también sin hipocresías. Donde reponemos fuerzas y hacemos planes. Donde tapamos miserias y pedimos perdón. Donde gritamos liberados de las convenciones y donde balbuceamos nuestras inseguridades. Donde bajamos la guardia y nos rearmamos para sobrevivir en un mundo competitivo. Donde soñamos nuestra felicidad y lloramos a nuestros muertos. Donde celebramos los nacimientos y padecemos la enfermedad y la decrepitud. Donde nos dicen la verdad sin buscar nada a cambio.

Y de repente te cogen con la guardia baja y te matan en tu propia casa. Pasó en Moraña, en Rubí, en Castelldefels. Y antes en muchos otros lugares. Y después en muchos más. Provoca indignación, rabia, miedo... y especialmente mucha perplejidad al pensar que alguien pueda perturbarse hasta el punto de aprovechar la intimidad del hogar para matar de una manera salvaje y despiadada.

Y entonces viene la gran pregunta sin respuesta: ¿por qué? Sin duda, estamos ante una patología. ¿Biológica? ¿Exógena? ¿Son individuos predeterminados a la violencia que pierden el quicio en su casa? ¿Son individuos castigados por una sociedad hostil que acaba engulléndolos en su sufrimiento? Demasiadas preguntas sin respuesta. Dicen los expertos que hoy se cometen 10.000 asesinatos menos al año que hace un siglo. La diferencia es que ahora los vemos. No en directo, pero casi. No todos, pero casi. La violencia forma parte de la condición humana. No es una excusa sino un dato de la realidad. Se trata, como en otros casos, de controlarla, de encauzarla, de educarla... Un padre mata a sus dos hijas. Un joven mata a su madre. Un marido mata a su mujer y a sus dos hijos. En la intimidad, aprovechando que tenían la guardia baja, traicionando la confianza, violando su propia intimidad y abriéndola en canal. Perplejos estamos.