Siempre hemos querido lograr prestigio, gloria y honores, donde asentar nuestra fama. El griego Erostrato quemó el templo de Efeso para hacer imperecedero su nombre y la Biblia habla de ello en diversos pasajes. Roma trenzó coronas de laurel con la fama ganada en sus guerras imperiales, el Renacimiento definió al uomo universale como la medida de todas las cosas y, en la conquista de América, fueron inmortalizados 'Los trece de la fama'. Pero la Iglesia, para que sus nuevos pontífices no se embriagaran de honores, les dirá: "Sic transit gloria mundi" (así pasa la gloria del mundo), mientras hace arder una estopa. Y ya, en la actualidad, Hollywood se enorgullece de su Paseo de la fama en cuyas estrellas se inscriben los nombres de los actores más brillantes del celuloide.

Hoy, en parques y glorietas, proliferan las estatuas y monumentos, erigidos a los personajes más ilustres; mas la fama suele ser efímera, proclive a esfumarse, siendo, como indica Rabindranath Tagore , espuma en la corriente de la vida, que se diluye fácilmente porque "torres más altas han caído", en referencia a tantos como fueron arrojados al más completo y total anonimato, tras gozar de las mieles del éxito. Pasaron reyes poderosos y príncipes altivos, condenados a un humillante exilio, generales famosos, hechos prisioneros, tras la batalla, e importantes políticos y altos ejecutivos caídos en el ostracismo, o escritores de época, luego olvidados. Y tantos que, tras lograr grandes trofeos, en los deportes de élite, nadie se acuerda ya de ellos... Jorge Manrique sabía mucho de este mundo. Más allá de todo esto, está esa caprichosa semántica que ha simultaneado el calificativo de famoso, tanto para el que discurrió su vida detrás un microscopio, fue inventor de la penicilina o genio de la música, como para los que ocupan portadas de revistas del colorín, donde se cuentan sus romances y rupturas matrimoniales. Un disparate que se sustancia dando el mismo adjetivo a los que brillan en trabajos científicos y culturales, como a los que, viviendo de cara a la galería, venden engañosos relumbrones mediáticos, que se suelen atrincherar en sus gafas de sol. No obstante, la fama siempre habrá de herborizar teniendo los pies en el suelo, evitando así el aplauso fácil, pues, como escribe Hesíodo : "La fama es peligrosa, su peso es ligero al inicio, pero se vuelve cada vez más pesado y difícil de eludir".