Hay muchos más que han decidido no decidir, y son los que deciden», ha escrito el argentino Martín Caparrós a propósito del referéndum en Colombia y de la altísima tasa de ausentes en las urnas: más del 62%. Puede decirse lo mismo del absentismo electoral en Hungría el mismo domingo, que tumbó un proyecto del Gobierno para desentenderse de la crisis de los refugiados a causa de una participación insuficiente. Y parece que el fenómeno se extiende por doquier, convertida la otrora llamada mayoría silenciosa en primer actor político de tantas consultas y elecciones en las que una parte significativa del censo se queda en casa y se desentiende de lo que se dilucida a través del voto. Ha perdido sentido aquella vieja idea según la cual, quien no vota, mal puede luego quejarse de cómo va todo, porque el escepticismo tiene cada día más adeptos y la participación política, menos seguidores.

¿Por qué decrecen los votantes tan fácilmente? ¿Qué alimenta el desapego? Opinaba hace unos años el sociólogo francés Alain Touraine que estaba muy extendida la idea de que importaba poco quién gobernara, porque estuviese quien estuviese en el puente de mando, debía cumplir con una lista interminable de obligaciones insalvables. En esta situación, sostenía Touraine, era de prever que el desapego fuese un sentimiento crecientemente compartido. Algo más de una década después de aquel pronóstico, los hechos le dan la razón: los mecanismos de la democracia representativa emiten sin parar la señal de que crece sin parar la distancia entre el establishment y los ciudadanos.

Se dice, por ejemplo, que la abstención forma parte de la tradición política colombiana o de aquella asociada a la elección del Parlamento Europeo, pero no hay forma de dar con gestos decididos y visibles para corregir tales tradiciones. Por el contrario, abundan los analistas que entienden que la abstención conviene a muchos movimientos y partidos que, en caso de ser menor, verían menguar su eco en las urnas. Un punto de partida diametralmente contrario al expresado por Maurice Duverger antes de las elecciones europeas de 1989: «Una participación elevada refuerza la legitimidad del elegido». De lo que cabe inferir que una alta abstención no lo deslegitima, pero acaso lo debilita.

El politólogo canadiense Michael Ignatieff ve en el crecimiento implacable de la abstención, desde el final de la segunda guerra mundial, el contrapunto al exceso de espectáculo en la política, en las campañas: «Tal vez la sociedad debería luchar más activamente contra la idea de que todo pueda ser reducido a espectáculo. (…) El espectáculo está vacío ya. Las fotos se toman y no pasa nada, los discursos se suceden y no pasa nada». En realidad, el espectáculo no cesa, no hay forma de seguir el rastro a los programas mientras se multiplican los eslóganes que todo lo simplifican, y cuando la situación es especialmente grave o urgente otorgan a Juan Manuel Santos el Nobel de la Paz, otra representación, otro espectáculo de masas. ¿Otro motivo para el escepticismo?