Ni los teólogos más ortodoxos y estirados, ni los ilustrados ateos más soseras han podido nunca con esta fiesta mayor y profundamente popular que es la Semana Santa. Qué le vamos a hacer. El pueblo no es fácil de conducir a veces. Ni entiende las refinadas abstracciones de los teólogos, ni le conforma la estéril desesperación del ateo. Prefiere creer, a su modo sentimental e imaginativo, que hay algo grande, poderoso e indefinido por ahí detrás. Algo que lo explica inexplicablemente todo y que se hace misteriosamente presente en el frenesí de la fiesta.

Porque la Semana Santa es ante todo una fiesta. Una fiesta, por demás, casi más pagana que cristiana, tanto en la idolatría que rezuma (viendo los pasos es inevitable imaginarnos las procesiones con que los antiguos romanos festejaban a sus dioses) como en aquello que idolatra. Al fin, el relato de la pasión cristiana no es, en gran parte, sino la enésima versión del mito universal del ciclo de la muerte y la resurrección primaveral de la vida. Otros muchos dioses antes de Jesús (Horus, Attis, Krishna, Dionisos, Mithra) son sacrificados para resucitar a los pocos días, amén de otras muchas coincidencias. Algo que no debería extrañar, dado que el cristianismo brotó del mismo magma mitológico sobre el que se asientan todas las culturas del mediterráneo y el oriente próximo.

Pero lo que más me gusta recalcar -frente a meapilas y pedantones al paño- es ese carácter esencialmente popular de la Semana Santa. Lo que empezó siendo un tenebroso acto propagandístico para escarmiento de herejes (ese es el origen remoto de las procesiones, allá por el siglo XVI) se tornó muy pronto en lo que ahora es: puro folklore, un rito iconográfico y melodramático, cargado de misterio y trascendencia, para solaz y uso de plebeyos. Suele pasar (está muy estudiado): ante las imposiciones políticas e ideológicas el pueblo reacciona a veces con esa forma sutil de apropiación (esa suerte de motín al ralentí) que es la fiesta.

Ajena a la histeria inquisitorial de los teólogos y a los latigazos en la espalda de los fanáticos, las celebraciones de Semana Santa se convirtieron, en manos del pueblo, en una fiesta dionisíaca, barroca, teatral, plena de música, coreografías, bailes, trajes rutilantes, olores sensuales, banquetes y madrugadas en vela. Quién conozca la semana santa sureña sabe lo que es el grito descarnado de la saeta, la danza espectacular con que los costaleros hacen lucir los pasos, la sensualidad (por no decir el erotismo) que exudan las imágenes, los ropajes, los contrastes de luz, la música sentimental de las bandas... Quién sabe de las cruces apiladas en la entrada a las tabernas, del perfume canalla de las cuadrillas bajo el paso, del entrañable paseo del nazareno rodeado de amigos y parientes, o del gozo de esas pandillas de chavales que se inician en los juegos del amor mientras el opio del pueblo huele dulcemente a fritanga e incienso... sabe de lo que hablo.

-¡Pilatos, guapo, vivan tus cojones! ¡Que si no es por ti nos quedamos sin Semana Santa!... Dicen que dijo la voz popular ante el paso de la Sentencia de la sevillana cofradía de la Macarena.

-¡Aquí no entra ni Dios!- dicen también que clamó Salvador Dorado, fusil en mano, a la puerta de una capilla en aquella Triana levantada en armas contra los golpistas del 36-. Salvador Dorado, como tantos otros, era obrero, sindicalista y miliciano republicano. Pero también costalero del Cachorro. Qué le vamos a hacer. Todo esto no hay cristiano que lo entienda...

Porque por encima de las iglesias, las guerras, la política y las ideas, permanece el misterio más absoluto de todos. Y ante ese misterio, que es el de la propia existencia, no vale tanto ser teólogo, marxista o físico como asombrarse ante la faz visible con que se nos muestra en cada rutilante (y hermosa hasta el dolor) primavera del mundo. Si al escalofrío de emoción que liga a la gente, durante un instante, con la faz más bella y sensual del misterio, le quieren llamar religión, adelante. El pueblo soberano le llama y lo siente como fiesta. Y quien no entienda esto (ni tantas otras cosas) no irá, con el pueblo, a ningún sitio. Mucho menos a las urnas.