El porqué de la (larga) decadencia del teatro es algo complejo de explicar. Preguntaba hace muchos años Jerzy Grotowski (un gurú del teatro experimental de los 60) por aquello que ofrece el teatro y no puede ofertar ningún otro espectáculo. Mi respuesta es que no hay nada artísticamente esencial en el teatro que no pueda ser traducido, hoy en día, a otros lenguajes audiovisuales. El tópico de que el teatro es algo «vivo» y, en ese sentido, incomparable con el cine u otros espectáculos grabados es simple fetichismo. En general, el público no acude el teatro a sentir la presencia de los actores, ni a romper cuartas paredes, ni a gozar de algo único e irrepetible, sino, simplemente, a ver una buena obra.

¿Qué podría ofrecer, entonces, el teatro -que no tiene nada esencialmente específico que ofrecer- para salir de este confinamiento (entre institucional y «folclórico») en el que penosamente pervive? La respuesta creo que está muy clara: tiene que ofrecer calidad. El teatro ya no puede ni podrá ser un espectáculo de entretenimiento popular. Bien. Que lo sea fundamentalmente artístico y educativo.

Decía Ortega que la crisis del teatro se debe a que ya no creemos en nada (mucho menos en la ilusión -excesivamente explícita- del teatro). Pero lo que se sigue del hecho de no creer en nada es, también, que estamos deseando creer en algo. Si tiene sentido aún hoy ir al teatro es en tanto este ayude a entender, a creer y a crear sentido a gente descreída como nosotros. Para pasar el rato ya está la televisión.

También me parece necesario volver al texto (al código comunicativo, con diferencia, más potente que tenemos). El teatro no debe ser mera palabrería (gente que habla en escena), pero tampoco sufrir esa obsesión por evitarla. La palabra, la poesía («puesta en pie», como decía Lorca) y el diálogo, son el fundamento del teatro. Para reducirlo todo a imágenes ya está la televisión.

Otra pauta básica para que el teatro tenga todavía sentido es el abandono definitivo de todo naturalismo. No hay nada más triste que entrar en un teatro a ver la versión teatral de una película o de una serie televisiva de moda. Ni nada más decepcionante para un lector que contrastar su propia recreación imaginaria de un texto teatral con una puesta en escena naturalista. Para el consumo de imágenes «realistas» ya está la televisión.

Frente a la cantidad, confusión y homogeneidad de las imágenes con que nos abruma el entorno mediático, el teatro debería oponer la economía expresiva, el sentido y la heterogeneidad y valor estético de sus imágenes. El teatro tendría que ser con respecto a todo esto especialmente exigente. Prefiero imaginar el teatro como un arte para minorías (una creciente minoría, si se educa al público) que como un arte en extinción.

Lo de la educación es fundamental. No solo para mantener y aumentar ese público exigente y «tocado» de la necesidad de sentido que necesita el teatro (y el arte en general), sino también por su valor intrínsecamente educativo. Pocas cosas (si es que alguna) son más íntegra y radicalmente educativas que el teatro. Aúna competencias lingüísticas, sociales, expresivas, físicas, artísticas, intelectuales y críticas. Competencias que los alumnos desarrollan del modo vivido y gozoso (como es propio a todo arte, juego o verdadera educación) con que todo debería ser aprendido. ¡Y qué poca atención se le presta, sin embargo, al teatro en los currículos educativos!

Es por esto que hay que celebrar y animar la tarea que algunos centros escolares (de forma extracurricular y por puro amor al arte) mantienen en pro de la educación teatral. Uno de esos casos es el del IES Santa Eulalia de Mérida, que organiza estos días el mayor y más importante de los festivales juveniles de teatro clásico de España. Un festival que (a diferencia de su hermano mayor, el Festival de Teatro Clásico de Mérida, cada vez más confundido con el negocio cultural y turístico) es un ejemplo de entrega entusiasta, desinteresada y rigurosa al arte de Talía. Felicidades, pues, a todos los alumnos y docentes que estos días viven y nos enseñan a vivir sobre y desde la escena. Si el teatro merece sobrevivir es, sobre todo, por ellos.