Tres cosas hacen falta para cambiar el mundo: una idea certera de qué es la justicia (o, al menos, de lo que no lo es), un grado suficiente de organización y disciplina, y jóvenes, muchos jóvenes. Esto último lo tengo muy claro. Me lo ha enseñado mi trato con los alumnos durante años. Y me lo confirma la experiencia -cada vez más frecuente- de encontrármelos entregados a la filosofía o la política en su tiempo libre. El domingo pasado -por ejemplo- sorprendí a algunos en un local de Mérida hablando de cosas como la esencia y la existencia. Y el viernes, en Badajoz, cerca de doscientos chicos convocados por la Coordinadora de Estudiantes nos invitaron a la compañera Julia Ripodas y a mi a discutir con ellos sobre el feminismo, el poder y la justicia.

¡La justicia! ¿Quién sabe que es eso? Su origen, y quizá su naturaleza, es la de una discusión incesante -tal como la de los jóvenes de los que hablo- en torno a un ideal aún apenas entrevisto desde que los filósofos griegos (y sus cómplices orientales) comenzaron a pensar acerca de la legitimidad de las leyes (antes simplemente sagradas) allá por el siglo V a.C. Grupos de jóvenes comenzaron a reunirse entonces alrededor de extravagantes personajes como Sócrates o Confucio para dialogar sobre los asuntos de la «polis» (la ciudad); esto es, para tratar de «política». Pues como ustedes saben, la política, la discusión racional (la filosofía) -y la democracia- nacieron todas a la vez en la vieja Grecia. Desde entonces han tenido sus más y sus menos (comenzando por el «ajusticiamiento» de Sócrates), pero nunca han andado (ni han ido muy) lejos unas de otras...

En cuanto a la disciplina, los jóvenes tienen, también, mucho que enseñarnos (o recordarnos). Es admirable como sin obligación ni jefes que los manden estos estudiantes se organizan para actuar y celebrar jornadas filosóficas, talleres, campañas... Es claro que la disciplina «externa» tipo organización política tradicional (en la que unos ponen el pensamiento y otros el cuerpo) ya no les sirve, y que prefieren una forma mancomunada y más horizontal de actuar, en la que todos son igualmente responsables y conscientes (conscientes, sobre todo, de que la organización y la disciplina es la única fuerza que poseen los que no poseen nada más).

Hay, en fin, momentos en los que uno desespera y piensa que los ideales de justicia y revolución (y no suplantadores inocuos como los de «bienestar» y «progreso») se han perdido para siempre. Hay momentos en que parece que este mundo ha abandonado toda esperanza de ser algo más que un triste baile (post-metafísico, post-verdadero, post-todo...) de cuerpos gozosa o dolorosamente (los más) irreflexivos alrededor del totémico ideario neoliberal. Pero hay momentos, también, en los que se ilumina todo con un rayo de esperanza...

Comprender la política y la justicia (esto es: la incesante discusión en torno a tamañas ideas) como un asunto al que consagrar el ocio, o no admitir más disciplina que la de razonar los propios pasos junto a la gente con la que vas, son síntomas de una bendita enfermedad que se llama, a la vez, filosofía y juventud. Y, quizás, también, cambio y revolución.

Frente a la pútrida convicción de que nada esencial puede (o incluso debe) hacerse, frente a los coachers de la post-historia que recetan (para el ocio -y para tranquilidad del negocio- ) la misma nada de la que viven, y frente a la falaz idea de que se acabaron las ideas, hay muchos jóvenes que dedican estos sábados noche a pensar el mundo, que es la condición (cuando no el fin) de su transformación.

Porque tal vez lo justo -dicen los filósofos- no sea otra cosa que procurar que todos los seres humanos tengan la misma oportunidad para pensar por sí mismos. Y justo eso, pensar (discutir, protestar, crear utopías...), es lo que distingue a un esclavo -cuerpo sin pensamiento bailando al son de otros- de un hombre libre. Y también lo que, por cierto, le faltaba a aquel Travolta de película (todo cuerpo bailón él) para tener esa verdadera fiebre primaveral de sábado noche que contagian estos luminosos filósofos veinteañeros. Gracias, chicos, por la alegría y por la esperanza.

*Profesor de Filosofía.