Opinión | Tribuna abierta

¿Por qué no ser un corrupto?

En este país la corrupción no siempre se concibe como lo que es. Y sobran los ejemplos

Recuerdo un viejo estudio de Peter K. Hatemi y otros que mostraba que las tendencias políticas mayoritarias en los EEUU (progresismo y conservadurismo) estaban asociadas a la configuración genética de los votantes. Alguno diría que la genética es lo único que puede ya explicar la sorprendente fidelidad del electorado del PP a un partido casi completamente carcomido por la corrupción. Pero yo creo, más bien, que esa fidelidad es un efecto de la inveterada tendencia de los españoles a tolerar esa misma corrupción.

Para empezar, en este país la corrupción no siempre se concibe como lo que es. Y sobran los ejemplos. Fíjense que cuando un español defrauda al Estado no entiende que nos esté robando a todos, sino que «se está librando (heroicamente) de pagar lo que injusta o arbitrariamente se le impone». O que cuando burla a su compañía de seguros, no está mintiendo y robando, sino «haciendo una gestión para pagar lo justo». O que cuando llama a un conocido o familiar para que le agilice un trámite o le consiga lo que sea, no está perjudicando a los (pobres desgraciados) que siguen el procedimiento común, sino «haciendo y recibiendo favores de sus amigos y seres queridos»...

También es cierto que, aún concibiendo la corrupción como lo que es, muchos ciudadanos la toleran (y hasta la celebran) cuando cumple ciertos «requisitos»: no es abusiva (no se defrauda mucho), no se perjudica a nadie concreto de manera inmediata (no te cuelas, en el médico, delante de alguien que está grave), el fin es «noble» (lo hago «por mi familia», «por mi pueblo», «por el partido»), se ejecuta con discreción o picardía («es un tío listo, se las sabe todas»), etc.

A veces, la justificación para tolerar la corrupción propia o ajena es aquello de «dado que todos roban, nosotros (yo, mi partido, mi familia) no vamos a ser lo únicos que no lo hagan». Porque no hacerlo, en esas circunstancias, sería de tontos. Y con esto de «tontos» hemos hallado el argumento fundamental, creo yo, para justificar y convertir a la corrupción en una práctica casi imposible de erradicar en nuestro entorno: la idea de que ser corrupto (en ciertas circunstancias) es mucho más ventajoso (e inteligente) que ser honrado.

Cuando le cuento a mis alumnos el mito platónico del Anillo de Giges (ese que, según la leyenda, volvía invisible a aquel que lo portaba), casi todos reconocen que, de tener ese anillo, dejarían de pagar en los comercios, copiarían las preguntas de los exámenes, se meterían a cotillear en el ordenador de sus amigos, etc. ¿Quién no haría todo esto (y más)?

En el caso del mito, la circunstancia que hace ventajoso (e inteligente) corromperse es la impunidad legal (nadie te ve, luego no se te puede castigar). Pero resulta que la impunidad es un hecho habitual en el mundo. Y no puede dejar de serlo, pues los gobiernos (que son quienes vigilan y castigan) son tanto o más sensibles a la corrupción como aquellos a quienes vigilan y castigan. De manera que cada policía, juez o gobernante tendría que estar vigilado por otros, y así hasta el infinito.

Es cierto que si fuéramos todos corruptos la sociedad sería inviable. Pero si solo se corrompen unos pocos (los más poderosos y astutos) mientras que la mayoría se somete temerosamente a las leyes, el sistema funciona sin mayores problemas (es un hecho). La conclusión es entonces obvia: lo malo (o desventajoso) no es ser corrupto, sino ser un mal corrupto (de esos que no saben aprovechar o crear las circunstancias favorables).

¿Por que no aspirar, entonces, a ser un buen corrupto? ¿Qué nos obliga a ser honrados? Dejando de lado los genes, la ley (que solo obliga a los más débiles o incapaces) y a Dios (esa especie de policía incorruptible ante el que no podríamos quedar impunes), solo nos queda una cosa: la ética. Pero la ética no es más que la discusión racional en torno a preguntas como la que encabeza este artículo. ¿Hay realmente alguna razón moral para no ser corruptos? Si no contestamos a esta pregunta no hay movilización, moción de censura, o esfuerzo cívico y político que pueda hacer absolutamente nada para librarnos de la corrupción (ni, como ven, de la filosofía).

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