Los niños con los niños y las niñas con las niñas. Así decía una casposa coplilla humorística de los años 70. Me he acordado de ella estos días en que vuelve la polémica en torno a la «educación diferenciada» (un eufemismo para referirse a la segregación sexual en las escuelas). Para ser más exactos, la canción me ha venido a la mente mientras leía a los expertos pedagogos empeñados en defender este tipo de segregación. Tenía la impresión de escucharla de nuevo, pero ahora con gran aparato científico.

Pero desconfiemos de las impresiones. Supongamos que el motivo para separar chicos y chicas en la escuela es puramente científico, y no -como siempre ha sido- una cuestión de moral religiosa. Ya sé que es mucho suponer, porque casi todos los colegios que segregan son religiosos (y muchos de ellos del Opus Dei), y ya saben la inquina que le tienen estos al sexo. Pero no seamos desconfiados y analicemos esos argumentos científicos suyos.

La mayoría de estudios que utilizan los defensores de la «educación diferenciada» se centran en demostrar las diferencias psicológicas relacionadas con el aprendizaje entre mujeres y varones. Supongamos, también, que tal cosa fuera cierta. ¿Justifican esas diferencias que se les eduque por separado? No necesariamente. Eso depende de la filosofía educativa que tenga uno, y del modelo de sociedad que defienda con ella.

Si uno apuesta, por ejemplo, por una sociedad en la que los ciudadanos -todos diferentes en diferentes aspectos- formen un todo orgánico en torno a vínculos comunes, sin roles de género preestablecidos, y en en el que ambos sexos se relacionen con respeto y naturalidad, compartiendo sus diferencias para enriquecerse mutuamente, entonces se querrá educar juntos a chicos y chicas (del mismo modo que a alumnos de clases sociales distintas, con intereses y creencias diferentes, etc.).

Si se cree, en cambio, que en la sociedad hay ciertas diferencias (como las de género) que han de ser subrayadas en orden a que ciertos roles (masculinos y femeninos), fundados en cierta concepción tradicional de la familia, permanezcan vigentes como pilares del orden social (algo que no se cansa de repetir la facción más conservadora de la Iglesia), entonces se verá como algo conveniente la «educación diferenciada» (en el sentido de la canción del principio).

Ahora bien, como esto último canta mucho, algunos adalides de la segregación acuden también al argumento, mucho más liberal, de los resultados académicos. Según ellos, la educación de chicos y chicas por separado procura mejores resultados. Pero esto es falso (la mayoría de los expertos admite que los estudios al respecto no son concluyentes). Y si no lo fuera, tampoco sería un argumento válido, pues es obvio (excepto para el ultraliberal más desatado) que los objetivos de la educación no se limitan a los resultados académicos.

En toda sociedad, la educación tiene la función de socializar a sus miembros en ciertos valores y pautas de convivencia. En la nuestra (en la que, entre otras cosas, se producen decenas de asesinatos machistas cada año) una de esas pautas es la de la convivencia respetuosa, y en términos de igualdad, entre varones y mujeres, algo que muy difícilmente se puede inculcar a los niños educándoles de forma segregada.

Si algo aprendí de la educación mixta que me procuraron mis padres es que el «mundo masculino» al que me había tocado pertenecer (con su jerarquías, sus peleas, sus arquetipos chulescos y prepotentes, su obsesión por el deporte y la competición, etc) no era el único, y que junto a mí existía un mundo diferente (más tolerante, menos agresivo, apegado al lenguaje y a los afectos, y en el que expresar emociones, dudas o debilidades no estaba mal visto).

Gracias a todas las amigas y compañeras que tuve durante mi etapa escolar creo que hoy soy un poco menos cretino y machote (siendo lo segundo un aspecto de lo primero) de lo que podría haber sido. Bien es cierto que luego me dediqué a la filosofía, una materia que, ya se sabe, distrae tanto como las chicas -según los expertos del Opus- distraen a los chicos (y viceversa) en clase. ¡Benditas distracciones!