Decía el filósofo Gustavo Bueno que la cultura es el nuevo opio del pueblo, una versión secularizada de la gracia divina. Promete librarnos de la mediocridad y la insignificancia tal como hace la gracia de nuestra naturaleza pecaminosa y mortal. Pensaba en esto mientras bostezaba, días atrás, ante una de las obras clásicas del Festival de Teatro de Mérida. Era insufrible. Pero nadie se movía. ¿Cómo es que la gente no se levanta en masa y se va -me preguntaba- con la misma rapidez con que cambia de canal en la TV? ¿Será que disfrutan de verdad, como no soy capaz de hacerlo yo? ¡Quia!… Me juego lo que sea a que mis vecinos de localidad estaban tan aburridos como yo. Es imposible que personas formadas en el espectáculo audiovisual puedan disfrutar con versiones pedantes, mortecinas y de cartón piedra de lo mismo que pueden ver y entender, mil veces mejor, en el cine. ¿Entonces?

¿Será por el precio -prohibitivo- de las entradas? Puede ser, en parte. El dinero da una pátina sagrada (como de pan de oro) a todo lo que toca. Si quieres que la gente aprecie algo, ponle un precio a la altura de sus pretensiones. Pero no creo que sea solo eso. Estoy con Bueno en que la cultura (la Cultura, mejor) es una de las máscaras de dios. La gente no se levanta en mitad de una función por el mismo motivo por el que no lo hace en mitad de una misa, aunque esté muerta de aburrimiento y pensando en todo menos en lo que dice el actor o el sacerdote.

La Cultura (lo que la Historia y sus oficiantes han instituido como tal) es,en efecto, como un rito religioso en el que los participantes aspiran a una especie de estado de gracia. Esta no aparece casi nunca, desde luego; pero esa ausencia misteriosa y ambigua es parte fundamental del encantamiento religioso. Cuando alguna vez parece que pasa algo -que algo de ese «arte» incomprensible (para nosotros, no para los entendidos) nos llega- el fervor religioso lo exagera hasta convertirlos en un «momento sublime» (el equivalente al encuentro místico o -más abajo- la aparición mariana). Y cuentan entonces los visionarios, y no paran, de todo lo que valió la pena esperar (todas las innumerables horas de sopor ante el altar del escenario) para llegar a ese mágico y único momento que todo lo valida. Igual solo fue un destello, fugaz, de belleza y emoción (de los que ocurren, también, en otros escenarios más profanos), pero que en esas sagradas circunstancias es inflado como solo nuestro anhelo incurable de trascendencia puede y necesita inflarlo.

Mis amigos ateos no saben lo que dicen (perdónalos Señor). El humano es homo religiosus sin remisión. Matas a dios y reaparece por todas partes, empezando por el fulgor y la majestuosa soberbia con que se inviste su asesino (y el que cree en él). ¿Habrá algo más religioso -por ejemplo- que el exaltado vitalismo de ese coribante matadioses que es Nietzsche? Y no lo cito solo por eso (por demostrar, negándolo, que no podemos vivir sin religión), sino también por ser uno de los mejores críticos del «espíritu de la solemnidad» que cubre con velo sacro la nada de la Cultura como nueva religión de estado. Es curioso, a este respecto, que la poca gente que se atreve, dionisíacamente, a levantarse en la misa del teatro lo haga con la comedia, pero no con la solemne tragedia. Ahí nadie se atreve. Apolo vigila que nadie se libre de ejercer su derecho constitucional a la Cultura.

Y vale ya con el teatro. No se trata solo de él. Es también curioso ver a la gente hacer colas interminables para acercarse a los fetiches culturales (nuevas reliquias de santos, como esos cuadros divinizados de los museos a los que la gente peregrina) o aburriéndose religiosamente en las exposiciones de arte moderno. O mostrando desprecio por la cultura popular (la de verdad), algo tan típico del no menos solemne esnobismo de la clase media (necesitada siempre de ser lo que no es). Pero háganme caso, ustedes sigan a Dionisos. Puestos a salvarse más vale un buen despasito que cien vanguardias volando. La cultura es luz y alegría (incluso, por catarsis inversa, ante la más terrible tragedia) . Si se aburre, es que está usted ya en el infierno. Y eso sí que es trágico.

*Profesor de Filosofía.