Vivimos en la época de la contención. De quienes se reprimen para decirle al otro a la cara lo que piensan o sienten.

Claro, a no ser por el estupendo caldo de cultivo de las redes sociales donde está a la mano hacerse invisible y no mirar a los ojos al prójimo.

O mejor dicho, desde donde lanzar mierda es un ejercicio sencillo a la mano de cualquier desalmado. Les cuento esto porque la contención pertenece, en teoría, al reino de los bien educados. De esas personas que, mordiéndose la lengua, no dicen en público lo que piensan en privado. Quienes, por no crear problemas, aguantan y aguantan hasta la saciedad a esa mayoría ruidosa de gente que no se corta cuando se trata de poner a caldo a los demás.

Estoy convencido de que es un manual de libro para atizar al contrario hasta agotarlo. Y más aún, si el contrincante pertenece a la familia de los contenidos. Hagan memoria. Imaginen una situación en la que se callaron (contuvieron) para no liarla. Quizá fue peor el remedio que la enfermedad venidera.

El pasado sábado asistimos estupefactos a la manifestación extremeña por un tren digno en Madrid. Un gran ejemplo de civismo y reivindicación festiva. De contención. Mirar las noticias en Murcia con el AVE, donde la ciudadanía, a golpe de manifestación y protestas, está logrando que la alta velocidad no parta por la mitad la ciudad, y asistir a la concentración de Madrid evidencian que los extremeños, tan buenos, ya estamos cerca de lograr el objetivo de que haya un tren decente.

No haré política más allá de mi valoración de lo que vengo leyendo estos días. Nadie se hace responsable, todos nos emplazan al futuro más inmediato. Y, mientras tanto, siguen y siguen los retrasos. La vergüenza. A eso lo llaman tomarnos el pelo. Contenerse. ¿Aún más? ¿Hasta cuándo?