En septiembre de 2001, unos días después de 11-S, el compositor Karlheinz Stockhausen comentaba en una rueda de prensa que el atentando de las Torres Gemelas le había parecido la más grande obra de arte jamás realizada. Y aunque posteriormente matizó y dijo que se refería a «una obra de Lucifer», no logró detener el escándalo. Ni la polémica.

En el siglo XIX, Thomas de Quincey escribió una obra satírica titulada «El asesinato como una de las bellas artes», en la que se burlaba del morbo (es decir, el gusto) que despierta en la gente el mundo del crimen. Y en su famosa novela «El Perfume», Patrick Süskind planteó el mismo tema, aunque desde otra óptica: ¿estaría justificado matar a personas para lograr el más sublime de los elixires?

¿Son, pues, compatibles el arte y la maldad? Y si lo fueran, ¿tendríamos que impedir que se mezclaran? El filósofo Platón proponía desterrar a los poetas cuyas creaciones no guardaran una mínima ejemplaridad moral. Y hoy mismo se suceden las peticiones de censura de todo aquello que no guarde la debida «corrección política».

En cierto modo vivimos en una época más moralizante que la de nuestros padres. Una generación de jóvenes «snowflakes» (blancos, de clase media-alta, bien educados) con la piel finísima, aliados a una izquierda que alguien ha llamado con guasa «monocular» (más preocupada del sexismo en los anuncios que del cierre de las fábricas), insisten en pedir que se prohíba todo lo que parezca ofensivo a ciertas minorías étnicas, mujeres, homosexuales y pueblos del mundo. De momento se han cebado con la cultura popular: canciones de reggaeton, humoristas, youtubers, series de TV (lo último, la crítica -por homófoba, machista y racista, la tríada completa- a la serie Friends). Pero algunos ya han metido también la cabeza en los museos (hace poco exigían retirar un cuadro del Metropolitano de N.Y. porque incitaba -decian- a la pederastia), y no creo que falte mucho para que lo hagan en las bibliotecas (la mayor parte de la literatura clásica contiene dosis intolerables de sexismo, belicismo, etnocentrismo...).

¿Pero es todo esto sensato? ¿Debe ceñirse el arte a los preceptos morales vigentes? La respuesta, desde una concepción estética moderna, es tajante: «no». El artista no es un educador o un moralista, sino un espíritu libre que crea sin más límites que los de su arte (y si es que este los tiene). Su relación no es con lo moral o convencionalmente correcto, sino en todo caso con lo ético (con la reflexión sobre valores, la crítica social, la expresión de ideales...). Y para algunos filósofos y estetas -para los que lo ético y lo estético representan ámbitos opuestos- ni siquiera eso.

En cualquier caso, esta interesante disputa poco o nada tiene que ver con la que se ha vuelto a suscitar estos días en torno a la moralidad de artistas y cineastas (Spacey, Allen, Polanski...) a partir de la campaña #MeToo contra el acoso sexual. Si pensar en la relación entre el contenido moral de una obra y su valía artística es un interesante problema filosófico, censurar o boicotear esa obra por la reprobable conducta de su autor responde más bien a una reacción visceral errónea y poco reflexiva.

Una cosa es boicotear -por ejemplo- a una empresa que usa mano de obra infantil, y otra muy distinta hundir la carrera de un artista que acosa mujeres o comete algún otro delito. Si boicoteas a la empresa tal vez deje de emplear niños (simplemente para no perder dinero). Si más allá de despojarle del poder del que ha abusado acabas con la obra de un artista, no haces nada bueno, ni por él, ni por sus víctimas, ni por nadie. Salvo vengarte, claro. Lo que tampoco es bueno.

De hecho, si tuviéramos que boicotear a todos los escritores, científicos o filósofos con una vida moral sospechosa, volveríamos de cabeza a las cavernas. O a esas oscuras épocas en las que la turba linchaba herejes en las plazas. Con la diferencia -a su favor- de que aquella turba tenía como referente moral a santos y dioses, mientras que la de ahora idolatra a cómicos y deportistas. ¿No será por eso que se enfadan con tanta frecuencia cuando sus ídolos se muestran más patéticamente humanos de lo que -naturalmente- son?