Las políticas de paridad buscan promover la igualdad de género en empresas e instituciones. Como son los varones los que suelen ocupar los cargos más importantes, estas medidas suelen incluir «cuotas» para el acceso de mujeres a los mismos. Ahora bien, estas cuotas suponen convertir el género (femenino) en un criterio de discriminación tan decisivo como aquellos que solemos atribuir al mérito individual (currículo, experiencia, etcétera). ¿Es esto justo?

Hay que empezar por decir que esta «discriminación por género» ha ocurrido siempre (aunque en beneficio de los varones) y, en la actualidad, es una más de las «acciones positivas» con las que se intenta compensar la desigualdad de partida que, por diversos motivos, afecta a las personas. Pero, curiosamente, despierta mucha más polémica (ahora que favorece a las mujeres) que otras formas de discriminación positiva; por ejemplo, las que benefician a discapacitados o ciudadanos de minorías tradicionalmente excluidas.

Los principales argumentos en contra de las cuotas de representación femenina son que (1) introducen una forma de discriminación por género (masculino) como medio para acabar con la discriminación por género (femenino), lo cual parece que invalida moralmente el proceso; (2) que antepone el género al mérito (si un varón demuestra más aptitudes para un puesto, pero la «cuota masculina» está completa, se elige una mujer con menos méritos); (3) que menosprecia a las mujeres al suponer que estas no pueden lograr la paridad por sus propios medios; (4) que se confunden o sustituyen medidas políticas para garantizar una verdadera igualdad de oportunidades (educación, leyes de conciliación laboral, etc.) con otras puramente «cosméticas» que imponen una igualdad forzada sin base real; y (5) que se vulnera la libertad de instituciones y empresas para gestionar la composición de sus cargos.

Son argumentos poderosos, pero no faltan otros aún más convincentes. El primero es que una política temporal de cuotas no promueve esencial ni directamente la discriminación por géneros (que es, además, ilegal), sino la igualdad entre ellos, y que cuando la promueve accidentalmente existen argumentos éticos con que justificarla (la prioridad del bien común). El segundo es que la política de cuotas no propone anteponer el género al mérito. Antes que nada porque lo que precisamente mueve a plantear cuotas de género es la falta de consideración del mérito en el acceso a ciertos cargos y empleos: solo esa desconsideración (y descontadas algunas dificultades añadidas, como las de conciliación con la vida familiar) parece explicar que siendo las mujeres en muchos casos las más y mejor formadas no ocupen puestos de responsabilidad en una proporción mayor. La tesis del «techo de cristal» (la pervivencia de estructuras ideológicas que impiden la igualdad de hecho y que solo pueden superarse rápidamente por fuerza de ley) se sustenta en la evidencia anterior. De otro lado -aunque este argumento es más débil- hay quien afirma que la misma concepción acerca de lo que es o no «meritorio» podría estar ideológicamente sesgada (a favor del varón) o ser, como menos, insuficiente -por ejemplo en cuanto no concibe ciertas diferencias de género (cognitivas, emocionales, etc.) como pertinentes-. El tercer argumento es que la política de cuotas no «se confunde» con otras medidas políticas, ciertamente necesarias (educación para la igualdad, leyes de conciliación e igualdad salarial, etc.), sino que, en todo caso, las complementa, a la par que acelera el proceso para su efectiva implementación (parece sensato pensar que una mayor proporción de mujeres en cargos políticos redunde en una mayor preocupación por aplicar políticas igualitarias). El último argumento es que la libertad de instituciones y empresas (especialmente estas últimas) no consiste en actuar con absoluta arbitrariedad. De hecho, ya hay leyes que obligan a las empresas a asumir responsabilidades fiscales, laborales o medioambientales. ¿Por qué no aumentar su «cuota» de responsabilidad social imponiéndoles cuotas para la igualdad?