Abundan las opiniones sobre la imposibilidad del amor en la sociedad de consumo (Bataille, Fromm, Badiou, Bauman y muchos más). El filósofo de moda Byung-Chul Han se apunta al carro en La Agonía de Eros. La tesis básica es que el amor no es intercambio, sino entrega a un «otro» inconmensurable, algo incompatible con la lógica mercantil de nuestro tiempo. El amor no consiste en encontrar tu «media naranja» («el encuentro es que, justamente, no estábamos hechos para encontrarnos», dice Badiou) según afinidades e intereses en común, ni en lograr un «buen partido» para el intercambio mutuamente beneficioso de cualidades humanas, sino en darte o rendirte sin reservas a un otro imposible de homologar, perderte en él sin encontrarlo nunca, y apostar con él por lo imponderable y eterno (el futuro, la fidelidad).

Nada de esto acontece, según parece, en la forma contemporánea del «amor». Las relaciones se eligen por catálogo y bajo criterios de optimización. Se evaluan cualidades, afinidades, intereses, manías, y se buscan la compatibilidad y el intercambio razonable y justo. El amor, en la forma que le da el «pernicioso capitalismo» no es entrega al otro, sino afirmación y proyección narcisista del yo de cada uno en una cómoda homogeneidad carente de tensiones. El amor que practicamos hoy -dicen estos críticos- es disfrute sin dramas (solo emociones positivas), sin riesgo (sin compromiso), domesticado (según algunos, feminizado: agradable, íntimo, tranquilo, dulce, tierno), limpio, «sano», pulido (y depilado), sin sombra de negatividad (aunque, por eso mismo, sin espíritu). Se da en las relaciones virtuales (equilibrio casi perfecto entre el miedo a la soledad y la prevención contra toda atadura), sustituye el comprometido «te amo», o el desquiciador «te deseo», por la inanidad del «tengo ganas», y el viejo y sagrado vínculo de parentesco por el laxo «vivir juntos» (o, a veces, ni eso, como en los «amantes adosados»).

Suena convincente, pero ¿tienen razón estos críticos? En primer lugar, la demonización del «interés» y la concepción mística del amor como entrega absoluta dejan mucho que pensar. ¿Por qué habríamos de amar a «otro» como puro fin en sí mismo, sin vínculo ni mediación con nuestros propios intereses? ¿Qué sentido tendría una relación en la que no ganásemos nada el uno del otro? Ser interesado no es en sí reprobable; todo depende de qué intereses (los hay nobles e innobles) y de cómo los compartamos. En cierto modo, lo que el neorromanticismo heideggeriano y su (secularizada) mística del don y la entrega al otro prometen (una vida y un amor «auténticos») representan también un fin y un legítimo interés.

De otro lado, su crítica del amor es exagerada. En primer lugar, conciben la mercantilización actual del amor como un «acontecimiento» singular, cuando lo cierto es que (salvo como sublimación) nunca ha existido ninguna forma de «amor» distinta al intercambio mercantil de «positividades» (placer, afectos, trabajo, patrimonio, prestigio, bienestar, razones...), y cuando la ha habido ha sido considerada -justamente- como enfermedad o locura.

En segundo lugar tal vez nunca, como en esta época, haya habido una preocupación mayor por entender y vivir el amor con autenticidad, desnudándolo de todo lo que pueda mancillarlo (especialmente el interés mercantil). En esto tienen que ver el incremento del tiempo de la vida, de la autonomía personal, el ocio, el conocimiento y la comunicación y, si me apuran, hasta la «espiritualización» de las relaciones que suponen las nuevas formas de mediación virtual (vean Her, la fascinante película de Spike Jonze).

Finalmente, la renuencia al compromiso o la sucesión de relaciones no son necesariamente fruto del furor consumista y la incapacidad de arriesgar, sino también producto de la duda y la «falsación» consciente y constante del proyecto amoroso. En contra de lo que afirman los críticos, en el amor contemporáneo también se da una búsqueda, exigente y frustrante, de sentido. El «amor de consumo» no es más que un paliativo temporal al dolor de no encontrarlo, ni en lo uno ni (menos aún) en ese espejismo que es lo «otro». Quien lo pensó, lo sabe.