La razón es fundamental para entender y entendernos. De ahí su importancia para la ciencia y la vida moral y política. Razonar o dialogar (dialogar significa discurrir con razones) es imprescindible para articular una sociedad abierta y plural, conciliando intereses y opiniones y tomando -entre todos- decisiones justas y convincentes. Sin ciudadanos racionalmente competentes no hay democracia, hay -como dijo alguien- «opinocracia».

La opinocracia es el régimen en que todos se creen con derecho a tener razón, sin considerar que tal derecho (como el que se tiene a emitir sentencias o recetar pastillas) va ligado al conocimiento y la responsabilidad para ejercerlo. Este moderno prurito anti-intelectualista (según el cual tener razón es como tener pelo o bazo -no hace falta hacer nada-) le viene de perlas al poder. Cuanto más ignorante de su ignorancia sea la gente más manipulable es. Tal vez por eso no interesa que el sistema educativo garantice la formación ética y filosófica, esto es, aquella que enseña a usar correctamente la razón en (entre otras cosas) asuntos morales y políticos. Sin esa formación el debate público se vuelve estéril (aunque entretenido), algo muy conveniente para democracias que lo son solo de boquilla.

Una prueba del ínfimo nivel argumentativo del debate (sea en los medios o en ese nuevo y extraño conato de sociedad civil que son las redes) es la abundancia de pseudoargumentos y falacias que se dan en él. Como la falacia «ad hominem». Ya saben, aquella por la que en vez de atender a los argumentos descalificamos a la persona que los esgrime. «¿Cómo va a tener razón fulanito, si es tal o cual?, ¿cómo vamos a leerle si es del partido X, o escribe en el periódico. Y, o es lesbiana, o del OPUS, o...?». Una variante rabiosamente actual de esta falacia es aquella por la que se prejuzga el argumento en función del género de quien lo sostiene. De toda la vida se ha cometido con las mujeres («¿qué va a decir, si es una mujer?»), y ahora cierto feminismo se toma la revancha: «¿qué va a decir, si es un varón y lo que realmente quiere es imponer su opinión (y, encima, con ese engendro del patriarcado que es la razón -dice, en un remedo de razonamiento, el feminismo más postmoderno-)?».

Otra falacia epidémica es una versión común del «hombre de paja». Consiste en ojear noticias, artículos o lo que sea sin profundizar ni analizar nada, sino leyendo lo que uno quiere leer para despacharse a gusto... Hace unos días escribí que «el feminismo, como ideología y movimiento político, podía ser reivindicado y liderado por cualquiera con competencia para ello (fuese varón o mujer)». Pero muchos eligieron leer que «el feminismo tenía que ser liderado por hombres, apartando a las mujeres, incapaces como son, de dicha tarea». Nadie dijo eso. Pero daba igual, porque el objetivo no era dialogar, sino exhibir y corroborar (hasta el éxtasis) las propias opiniones...

Podríamos citar otras muchas falacias frecuentes. Como aquella de «mira que te estamos diciendo todos que no es como tú dices (y tú como si nada)», una castiza mezcla de falacia «ad populum» («Lo dicen todos, luego debe ser verdad») y un maternal «ad baculum» («¡Mira que te lo estoy diciendo, eh!»). O esa otra -tremenda y más peligrosa- de «no, no tengo argumentos, pero me da igual, porque yo lo siento así, y punto». ¿Se imaginan que su vida dependiera de un fanático inmune a los argumentos? Pues así de aterrado e impotente me siento yo cuando me sueltan esa falaz apelación al corazón (es decir, a las vísceras).

Aprender a razonar no es cosa de un día. Ni basta con estudiar filosofía o retórica. Hace falta, además, mucha práctica. Y no dejar pasar ni una. Algo nada fácil. No sé quien dijo que en este país cuando alguien dice «yo opino» lo importante es el «yo», y no el «opino», de manera que quien cuestiona lo que opina fulanito está cuestionando... ¡A fulanito mismo! De ahí que fulanito se aplique obstinadamente a defender su honor y se olvide por completo del objetivo del diálogo: buscar, como decía Machado, la verdad juntos. Persistamos en esa búsqueda. La razón y el bien común -la democracia misma- así lo exigen.