En la lengua latina el ocio (otium) se entendía como lo opuesto al negocio (negotium). Hoy día son inseparables. No solo porque la industria del ocio represente un enorme negocio, sino también porque, correlativamente, el ocio está ligado sin remisión al consumo de determinados bienes y servicios. Así, cuando se le pregunta a alguien por sus vacaciones, lo que se espera oír es una retahíla de costosos viajes, estancias en hoteles, y visitas a restaurantes, tours, atracciones y espectáculos culturales, con las correspondientes compras y souvenirs, y la documentación audiovisual con que avalarlo todo.

En el ocio contemporáneo, que es el de las clases medias (el de las élites ha existido siempre), «lo vivido» es, la mayoría de las veces, «lo consumido». Recuperar el tiempo perdido, a lo Proust, consiste en repasar el extracto bancario y contabilizar y exhibir las fotografías, los objetos adquiridos, o las consabidas anécdotas acerca de lo que costó y pasó -en el vuelo, el restaurante, el comercio local, con los compañeros/clientes de viaje...- . De esto no se libran los que pretenden librarse comprando (con tarifa Premium) viajes y actividades más «exclusivas»: el safari, la ascensión al Himalaya, la inmersión antropológica -con guía personalizada- en el último rincón del mundo. Las agencias de viaje alternativas disponen de un amplísimo catálogo de viajes «fuera de catálogo».

La verdadera alternativa al negocio del ocio y a la vivencia negociante y consumista de éste no es, desde luego, negarlo. El ocio -y no el «trabajar el pan con el sudor de la frente»- es lo que hace digna la vida (algo que los católicos, pese a la presión cultural del mundo protestante, seguimos teniendo medio claro). Ahora bien, el ocio hace digna a la vida cuando es, él mismo, digno o propio de una vida humana. ¿Y en qué consiste ese «otium cum dignitate», que decía el viejo Cicerón?

Un ocio digno del ansia de vitalidad humana no consiste, por supuesto, en «no hacer nada». No hacer nada (y, por tanto, aburrirse mortalmente) es exactamente lo contrario de estar vivo. Y es lo que menos nos conviene si tenemos un trabajo alienante, en que tampoco «hacemos nada» (nada humanamente relevante) durante el resto del año.

Ni embrutecerse uno (aún más), dedicándose a consumir y a estar distraído (así de irreflexiva es la vida de los animales), ni «hacerse el muerto»: un ocio digno es aquel que restaura y multiplica todo lo posible la vitalidad que nos es propia -y que nos expropia habitualmente el trabajo- ofreciéndonos la posibilidad de cultivar aquello que nos distingue como seres humanos: el refinamiento de la sensibilidad a través del arte, el cuidado de las relaciones humanas (especialmente las elegidas, como la amistad), la efectiva realización de proyectos siempre aplazados, la satisfacción del anhelo de conocimientos mediante el estudio...

Nunca he podido comprender qué gana nadie desplazándose, con enorme costo de tiempo y dinero (miren esas interminables colas de coches en las autovías o de pasajeros en los aeropuertos), para hacer -en bermudas y a mil kilómetros- exactamente lo mismo que durante el resto del año: nada relevante (salvo descansar de un trabajo igualmente insustancial). El turismo es la vulgarización mercantil de la antigua y aristocrática costumbre del viaje formativo, pero sin nada ya de formativo ni de verdadero viaje.

Una prueba definitiva de la insignificancia del ocio en que malgastamos la poca vida que no nos roba el trabajo, es que apenas podamos recordar lo que hicimos el verano pasado, o el anterior o, si me apuran, las últimas dos semanas. Más allá de presumir de algún exótico viaje, y de reinventar dos o tres anécdotas sobre lo que accidentalmente nos pasó, de nuestra verdadera actividad cotidiana no podríamos decir casi nada. Tal vez sea por esto que nos empeñamos en fotografiarlo y compartirlo todo a cada instante. Es mentira que las nuevas tecnologías atrofien la memoria. Es más bien nuestra forma de vivir la que no merece ser recordada, y por eso nos agarramos desesperadamente a la cámara, a ver si así logramos recuperar, de alguna (tristísima) forma, todo ese tiempo perdido.

*Profesor de Filosofía.