Vuelve agosto con la herida abierta, el dolor inconmensurable de las víctimas, los estragos íntimos y silenciosos que provoca cualquier acto de terror. Había leído sobre el fundamentalismo violento, me habían explicado la geopolítica del horror, había seguido con atención los debates surgidos después de atentados que pasaban en países cercanos, pero nada de lo que sabía antes del 17-A me sirvió para entender los actos de unos chicos de rasgos familiares, chicos como los de mi barrio, de mi escuela. A pesar del desconcierto, el 17-A me obligó a repensar algunas cuestiones.

La primera es que cuando las víctimas están aún en el suelo es una indecencia empezar a hablar de islamofobia, de las consecuencias colaterales de los atentados terroristas. Cualquiera que se ponga por un instante en el lugar de quien sufrió en propia piel el atropello entenderá que es insultante que el tema principal sea el de prevenir contra el rechazo al musulmán.

La segunda es que salir a proclamar que el islam es paz es elevar las propias convicciones religiosas a categoría de discurso político, es supeditar el orden ciudadano al orden confesional. Es comprensible que cuando un musulmán tiene noticias de las atrocidades que ha cometido otro musulmán en nombre de la religión que comparten salga a gritar que no está de acuerdo, diga «no en mi nombre», que rechace la violencia, pero es faltar a una parte de la verdad decir, simplemente, que el islam es paz. El islam no es ni deja de ser nada porque se trata de una religión que es interpretada y practicada de formas muy diversas.

El musulmán lo es de contexto o de letra. Es decir, o aprende la religión de sus padres, familia y entorno inmediato o va a los textos que la fundamentan para entender cómo tiene que actuar. Hay clérigos, sabios y organizaciones varias que se encargan de hacer estas interpretaciones y llegan a conclusiones que pueden distar mucho las unas de las otras. Y todos son musulmanes porque así lo manifiestan. En este sentido es tan musulmán el sufí místico como el saudí integrista, el analfabeto del Atlas como el gran muftí de Al-Azhar. A la gran mayoría de los que hemos nacido en familias musulmanas no nos han enseñado el camino de la violencia pero también existe, entre otras cosas porque yendo a las fuentes, a los textos, en el islam podemos encontrar mensajes de paz y mensajes de guerra. Por eso más importante que saber qué es el verdadero islam o qué dice el Corán, es supeditar el orden confesional al orden ciudadano, educar en la conciencia democrática que ha de regir cualquier otro tipo de conciencia.

La tercera es que el fundamentalismo no es inocuo, ni siquiera cuando no es violento y aquí también se difunde y penetra sin que podamos distinguirlo de la práctica «normalizada» del islam. El fundamentalismo tiene poder, tiene una agenda clara, tiene recursos para convencer a los musulmanes del mundo entero, vivan o no vivan en países donde esta religión es mayoritaria, que han de volver a la práctica original del islam. Esta corriente ideológica es supremacista, marca una separación clara entre musulmanes y no musulmanes, se opone a la libertad de conciencia y tiene como objetivo confrontar al musulmán, el considerado «buen musulmán» con el propio entorno, donde por supuesto reinan el desorden y la corrupción moral. Hoy en día no hay ninguna educación, ningún discurso público que alerte contra los peligros de esta forma de entender la religión. Un año después de los atentados no hay ningún interés en debatir la cuestión de forma pública y serena.

Las retóricas disponibles son o la de la ultraderecha racista esencializadora que considera que la violencia es inherente a cualquiera que venga de un país musulmán, para quien la única solución es la expulsión en masa, o bien la naíf que proclama que todo lo solucionaremos con amor y paz cerrando así en falso lo que ya es un trauma colectivo. En la línea de esta segunda opción no han faltado la promoción del comunitarismo confesional, los discursos victimizantes y el paternalismo. El resultado es que este grave problema nos los quedamos «entre nosotros», condenados a tratarlo dentro de la renovadas fronteras de la tribu sin ningún antídoto contra el odio. Prevenimos contra el odio al musulmán pero ignoramos el odio contra el que no lo es.

Hay que contarles a los niños la geopolítica del terror, tienen que entender la gran ofensiva global contra la domesticación del orden religioso, hay que fomentar más conciencia ciudadana y menos comunitarismo, hay que enseñar a pensar de forma crítica más que a ser ciegamente o a representar. Hay que inculcar de forma urgente la intolerancia contra los intolerantes aunque estos hablen con la palabra de Dios en la boca.

* Escritora