Es moralmente lícito que un Estado fabrique o venda armas, y que se sirvan a un régimen autoritario (como muchos) para una guerra injusta (como la mayoría) que sufre la población civil (como en casi todas)?

La primera respuesta simple (y falsa) a este dilema es: sí, es perfectamente lícito, en general, vender armas al mejor postor. ¿Quién es el Estado ni nadie para juzgar o suplantar la responsabilidad moral del que las usa? Obviamente, solo se pueden usar para matar o amenazar. Pero la guerra es un fenómeno consustancial a la realidad humana (tal como el ansia de poder o de riquezas). Nadie va a cambiar eso. Así, ¿qué hay de malo en hacer lo que (en el fondo) hacen todos y sacar provecho de ello?

La otra respuesta simple, opuesta a la anterior (y también falsa), declara que el comercio de armas es, por principio, cosa del diablo, tal como las guerras a las que sirve, por lo que hay que oponerse tajante e inmediatamente a él. Fabricar y vender armas supone convertirse necesariamente en cómplice de los crímenes de aquellos que las usan.

Estas dos respuestas son, decía, además de simples (o justamente por eso), falsas. La primera es el tipo de realismo político que esgrime el liberalismo radical. La segunda el tipo de rigorismo moral que exhibe a menudo la izquierda. El primero es falso en tanto reduce lo que «debería ocurrir» a lo que «ocurre» (pero la política no consiste simplemente en justificar lo que ocurre, sino en intentar que ocurra lo que debe). El segundo en tanto niega lo que «ocurre» en nombre de lo que «debería ocurrir» (pero la política no consiste simplemente en enunciar lo que debería ocurrir, sino en hacer, realmente, que ocurra). El realismo ultraliberal suele degenerar en el cinismo crudo de quienes no creen en, ni defienden más que sus intereses inmediatos; el moralismo testimonial de la izquierda acaba en la retórica huera de quienes puede clamar solemnemente contra todo (la guerra, el capitalismo, la prostitución…) porque ni dependen para sobrevivir de tan turbios negocios (o eso creen) ni, en verdad, corren ningún riesgo de tener que llevar a cabo sus propósitos.

¿Qué hacer entonces? Pues yo diría que política. Esto es: hacer entrar en diálogo (si la palabra negociación no les gusta) los principios «incuestionables» con los más tozudos hechos. Es lo que parece que empezó a intentar hacer tímidamente este gobierno poniendo trabas a la venta de bombas a Arabia Saudí. Sin mucho éxito, hay que reconocerlo. Pero, pese a todo, con más valor de lo que hubiera hecho con este asunto la derecha (para quien no hay más principio que el del negocio) o ciertos sectores de la izquierda (para quien con los -sus- principios no se negocia).

Por supuesto que hay que regular (y eso como mínimo) el comercio de armas. Pero no negando al mismo tiempo la realidad. Una política de control que no obligue internacionalmente a todos y en todo es debilitante y puramente gestual. Si nuestro país no vende su porcentaje (casi simbólico) de armas al régimen Saudí, se las venderán otros (EE.UU, Gran Bretaña…), y se obtendrá el mismo y terrible resultado (en sangre) con el coste añadido de perder puestos de trabajo y riqueza y -por lo mismo- poder para cambiar las cosas. De otro lado, ¿qué sentido tiene dejar de venderle 400 bombas a un régimen con el que se sigue comerciando globalmente y al que se invita a invertir (y enriquecerse) en sectores estratégicos del país? Finalmente, hay que ser de una ingenuidad (o de una demagogia) pasmosa para insinuar que dejar de fabricar barcos de guerra en nuestros astilleros va a paliar algún otro sufrimiento que el de nuestras pequeñas y bien alimentadas conciencias. Solo una visión, de nuevo, simplista y falaz, podría sustentar la creencia de que las armas -en general (y las españolas en particular)- son las causas de las guerras a las que sirven.

Decía Bernard Shaw -el dramaturgo azote de fariseos que tanto trato en sus obras de estos mismos dilemas- que para vivir en el mundo (y hasta cambiarlo) uno debe compartir su pecado. O eso o marcharse a otro planeta. (O al grupo mixto, añadiría yo, sin ir más lejos).