En Efraín de Atenas, la gran novela de Máximo José Kahn, su protagonista, un judío griego que siempre ha querido viajar a la Sefarad de sus ancestros, regresa de Toledo envenenado por el agua de una fuente. En Breaking Bad, Walter White intenta envenenar a un niño con una dosis de lirio del valle, venenosa flor mexicana. Me he acordado de esas dos obras, tan distintas y distantes, al leer El Sur, el poema-libro de Marcin Kurek (Swiebodzin, Polonia, 1970) publicado por Bartleby. Basado en un hecho real, narra cómo el poeta, que trajo de España una rama de adelfa, bebió por error el agua de la botella donde la guardaba, supuestamente un veneno letal. A partir de ahí, pensando que le queda poco tiempo de vida, se sumerge en una corriente de recuerdos que fluyen entre países, de Polonia a Francia, Italia, y sobre todo España.

Kurek, al igual que su esposa, Justyna Ziarkowska, forma parte de esa hermandad de hispanistas gracias a la cual nuestro idioma no es solo el tercero más hablado como lengua materna en el mundo, sino también el segundo más aprendido como lengua extranjera. Ambos viven en Wroclaw (Breslavia), ciudad que para Norman Davies (en Microcosmos. Retrato de una ciudad centroeuropea) resume como pocas la historia europea: parte de Alemania hasta 1945, pasó a ser una ciudad de Polonia, albergando a los polacos que, a su vez, eran expulsados de Ucrania o Lituania. Ciudad que, cuando la conocí, me pareció de las más hermosas: parecida a Praga, y con apenas turistas.

En los últimos tiempos ha dado Polonia grandes poetas al mundo (para mí el mejor es Zbigniew Herbert, por encima de los Nobel Milosz y Szymborska). Dentro de este concierto de voces, la de Marcin Kurek se distingue por el intento asombroso de una épica contemporánea cargada de ironía y melancolía, un poema que sea como «una punzada en el corazón, / cuando la vida se va rápidamente y en silencio».

Como en La muerte de Virgilio, la maravillosa novela de Hermann Broch que reproduce el monólogo interior del poeta de Mantua en sus últimas horas, Kurek abre las compuertas de la memoria, que es como «ese arroyo [que] fluye sin parar / y sin descanso, discurre contiguo, / de ninguna parte a ningún lugar», y que arrastra todo, pues «todo lo que existe reclama una memoria»: recuerdos de los abuelos de Vilna o de los viajes por Europa, con la convicción de que, aunque viniera la muerte, «esa luz que conservo / dentro de mí, ya nunca la perderé». Las cursivas son como remansos donde la corriente lírica llega a algunas certidumbres, antes de la temible desembocadura. Hay de todo en este poema, hasta alguna divertida reflexión sobre la oposición entre lo germánico y lo eslavo. Los bárbaros germanos, al adentrarse en tierras eslavas, sufrieron una metamorfosis, y «a sus mentes rígidas y obtusas las embargó la suavidad, presteza y ligereza eslavas».

Mención aparte merece la traducción, fiel y luminosa a la vez, de Amelia Serraller, doctora en Filología Eslava, que domina a la perfección el ruso y el polaco, y que recientemente presentó Cenizas y fuego. Crónicas de Ryszard Kapuscinski, el mítico reportero polaco sobre el cual escribió su tesis. Serraller, española eslavista, y Kurek, eslavo hispanista, trabajan de acuerdo con aquel «descubrimiento» de la infancia del poeta, el de que «el mundo visto / del otro lado puede tener un aspecto diferente».