Estas dos últimas semanas me he visto envuelto en una guerra. Mi participación, como la de otros muchos, se restringe al ingrato papel de daño «colateral». Y cómo no dejan de ser escaramuzas (relativamente) incruentas, la única queja exhibible sería que me ha obligado a andar algo más de lo que habitualmente hago. Ojalá todos los conflictos bélicos fueran así, tan poquísima cosa.

Hay múltiples aristas en la denominada «guerra del taxi». Legislativas, jurídicas, económicas. Éticas, si quieren apurar. Pero no son estas líneas el (enésimo) análisis, con toma de posición, del embrollo legal que se da en torno a este tipo de transporte urbano. No. Lo que más me llama la atención es una parte que, a primera vista, pudiera sugerirse superficial, pero que creo tiene una segunda lectura que devuelve una imagen más perturbadora. Hablo de la estrategia de gestión «de crisis» elegida por el sector del taxi.

Conviene hacer una precisión, antes de que ciertos ánimos se exalten. Por supuesto asumo que hay una táctica preconcebida de forma previa al inicio de la huelga. Entiendo que muchos pensarán que no es así, que es un colectivo excesivamente amplio con la suficiente diversidad de opiniones como para conseguir cualquier planificación común. O que la pésima imagen que la conflictividad levantada durante estas semanas es fruto de pasiones exaltadas y de una rabia (más o menos justa) contenida. Es decir, colisiones originadas en la frustración por la falta de soluciones.

Lo cierto es que no existen voces discrepantes en el sector, y si las hay, son tímidas y rápidamente acalladas por la fuerza de la unidad de acción. Además, esta es la segunda huelga en menos de un año. Y en ella se han disparado los incidentes (en número y virulencia) sobre la anterior. Imprevisibilidad no implica falta de organización. El taxi ha elegido su camino y es la estrategia de la tensión.

El propio perfil de los portavoces (aunque sean autoproclamados) dibuja claro los perfiles tácticos para encarar el conflicto. Parece que la beligerancia y el extremismo son los valores que quieren hacer ostensibles en su negociación. No extraña que, así, recaben apoyos políticos siempre en los márgenes ideológicos. Pueden afear el trato de los medios lo que quieran, pero la denominación de «guerra» deriva de sus actuaciones y declaraciones. Constantes, repetidas. Planificadas.

Esto, claro, no puede ser caprichoso. Parte de la concepción de que en el otro lado de la mesa se sienta el poder político. Y no es cuestión partidista: entra todo aquel con competencias materiales o territoriales. Este punto de partida es el que genera la rotunda estrategia de toma de calles y la dialéctica del enfrentamiento. ¿Por qué? Porque asumen que es la única herramienta que funciona para que un político se mueva. No es un problema, sino una crisis.

Es imposible que se les escape el poder de la imagen en un mundo cercado por la inmediatez de las redes sociales. La dificultad de que cualquier trifulca no tenga su difusión, por exigua que sea. Ninguna de sus acciones, desde el emplazamiento de sus protestas hasta el viaje a Bruselas y la compañía que les abriga, es inocua. Todo responde a la intención de provocar el pánico a corto plazo de los políticos, que lucharán por evitar escaladas de tensión (allá donde estén sus votantes). Hay toda una estrategia detrás, que ha recibido un decisivo aliento en la solución arbitrada por el Ayuntamiento de Barcelona.

Lo que hacen es copiar. Exactamente, aquello que comprueban que funciona. Estamos entrando en un (peligroso) terreno en que se confunde la moderación con debilidad. Valoramos la acción sobre el debate, como si el análisis condujera a una suerte de inacción. Es una táctica política (¿Cataluña?) importada. Desde luego, hay inteligencia en querer hablar el mismo idioma que tu interlocutor. En elevar la presión para obtener una (satisfactoria) solución.

Sólo que hay una medición errónea del riesgo: asumen con excesiva naturalidad que una solución política supondrá «inmunidad» para sus acciones. De aquellos invitados silenciosos, que siendo claves en el futuro del sector parecen estar fuera de cualquier conclusión.

Si la tensión es un valor al alza, supongo, será así. Pero lo cierto es que nunca «podemos resolver problemas de la misma manera que cuando los creamos».