Una de las funciones de esos ritos colectivos que llamamos «fiestas» es la de asegurar el orden y cohesión del grupo social. A través de emotivas ceremonias teatrales llenas de símbolos, las fiestas populares reúnen a la gente en un espacio común (la plaza, el templo, la pantalla de TV...) para revivir y celebrar el sentimiento de pertenencia e identidad en torno a creencias, valores, instituciones y prácticas comunes. La fiesta -por decirlo de otra forma- es un modo extraordinario, y extraordinariamente eficaz, de hacer que la gente se someta con entusiasmo al «orden de la tribu».

Para confirmarlo no hay que ir muy lejos. Piensen en nuestras pautadas procesiones y romerías (en que las jerarquías civiles y militares aparecen tan oportunamente confundidas con las religiosas), o en el ceremonioso protocolo de las fiestas patrias (el Día de la Hispanidad, el de la Comunidad Autónoma...), o en la ostentosa exhibición de diferencias sociales típica de las ferias sureñas. En todas estas fiestas nada se deja al azar. Nadie se sale del tiesto. Y quien, por descreído y poco impresionable, lo hace…

… Antaño, estas «fiestas de celebración del orden» podían ser bastante más explícitas. Adoptaban, por ejemplo, la forma de ejecuciones públicas: una espectacular exhibición de poder a la que toda la población acudía, en orden, para comprobar lo que ocurría al que se lo saltaba. Algo de eso queda aún en las fiestas -tan comunes en España- en torno al sacrificio ritual de un «chivo expiatorio» (un personaje simbólico al que todo el pueblo apalea, apedrea, decapita o quema). Parece que pocas cosas generan tanta unión y compromiso con el orden como el odio compartido al enemigo (el reo, el traidor, el hereje, la bruja...). A veces, la víctima propiciatoria de estos linchamientos colectivos es una suerte de rey destronado: el rey del carnaval…

… El carnaval parece un caso raro de ritual festivo. En él no se consagra la majestad o el rigor del orden y la ley, sino todo lo contrario: lo irrisorio de todo orden y el gozo de lo sin ley. El carnaval es lo que llaman una «fiesta de inversión», en la que en vez de celebrar el poder real, la nobleza del héroe o la virtud del santo, se encumbra al personaje más bufonesco, truhán y lascivo, otorgándole, por unos días, el cetro de un «mundo al revés» en que los esclavos son los amos, los varones se comportan como mujeres, los burros celebran misa y los clérigos retozan como animales... En los viejos carnavales, las fiestas de esclavos, las misas de locos del Medievo, o las antiguas saturnales latinas imperaba un mismo espíritu de subversión, desenfreno, y burla sin término … ¿Pero cómo es que se permitía esto? ¿Qué sentido tenía esta otra fiesta?…

No es difícil imaginarlo. El carnaval es la ficción con que se compensa y regenera esa otra ficción que es la legitimidad de la estructura social. Así, en el carnaval se escenifican de la manera más grotesca posible las pulsiones que el poder «contiene» -la violencia, la sexualidad sin ley, la crítica revulsiva- para, llevando al extremo la ceremonia del desorden, renovar el deseo de orden y la necesaria conformidad con él. De ese modo, al final del carnaval, y una vez cumplida su función, se sacrifica al «rey de burlas» y se representa el glorioso retorno del rey verdadero -del dios renacido- eje en torno al que todo vuelve a su lugar natural.

Pocos verán, sin embargo, todo esto en los carnavales actuales, que apenas son ya más que una amable fiesta turística. Tal vez porque hoy el «verdadero carnaval» ya no se celebra colectivamente en la calle, ni en una fecha determinada, sino de una forma tan diluida como el mismo poder al que sirve. El carnaval -la ilusión de ser otro, la ruptura con los límites, la desinhibición sexual, la violencia a discreción, la risa descarnada...- se celebra ahora en esos particulares mundos de ficción que nos proporcionan los medios y las redes sociales. Medios y redes a través de los que también se nos ordena, normaliza y vigila constantemente. Siempre y en todo lugar es, hoy, carnaval. Pero también control y sumisión. El baile de máscaras jamás ha sido tan perfecto.