Podría ser un cuento, pero no lo es. Podría haber empezado así, con una mujer a punto de salir para el trabajo, después de dejar a su hijo pequeño en el colegio, y al mayor en el instituto, puede que no sea este el orden, pero qué más da.

Una mujer que se peina delante del espejo del ascensor, y lleva una hora y media recogiendo la cocina, rematando un artículo, sumando notas de un examen, o dando vueltas en la cabeza a ese poema que quiere comentar en clase. Tiene tantas cosas en que pensar y tan poco tiempo que a veces coge el teléfono para hacer una llamada e inmediatamente olvida a quién tiene que llamar, como hoy, por eso lleva un rato, no mucho, con el auricular en la oreja, esperando a que le llegue el nombre que ha extraviado entre la lista de la compra y los alumnos pendientes.

Lo que llega no es un nombre, sino una voz metálica y fría que le avisa de que tiene el contestador lleno. Ella no recordaba ese contestador del teléfono fijo, tan pocas veces usado, y está a punto de colgar cuando la voz insiste y empieza a darle opciones para eliminar o conservar mensajes de los que ella no tiene noticia.

Apenas presta atención, pero de pronto, la voz metálica da paso al primer mensaje antiguo, y sin aviso, el estómago siente un golpe justo en ese punto donde la respiración se mezcla con las lágrimas.

Hija, dice una voz que lleva tres años sin escuchar. Una voz cansada, profunda, que le recuerda algo de un pasado que parece remoto, unas medicinas, una cita médica, un dolor... restos de una época en la que junto a sus hermanos fue médica, enfermera, cuidadora total las veinticuatro horas del día.

Hija, dice la voz. Y luego el contestador avisa de otro mensaje, y el estómago se prepara para encogerse y el corazón se agrieta con las voces que te llaman por nombres que ya no vas a escuchar nunca, por palabras que pagarías por volver a responder.

Hija, dice. Escuchas, sabiendo que va a doler, que la angustia se renueva en esos segundos de garganta seca, cuando el tiempo transcurre con una lentitud ficticia. Así uno, y otro, hasta el final.

Para entonces, la mujer del cuento que no es un cuento, tiene que irse corriendo porque llega tarde al trabajo, y no ha hecho la llamada, pero aún se demora un poco acariciando las palabras que acaba de rescatar del olvido.

Han dolido y han calmado, como el alivio pequeño y paradójico de rascarse un poco la huella de una piedra en el zapato.

Luego, cogerá el bolso, se pintará en el ascensor, repasará el poema y la lista de la compra. Y la mujer del cuento, que no es un cuento, respirará profundamente, como si volviera de un viaje por las profundidades de la memoria, un lugar cálido y seguro, al que es imposible volver.

Por eso, al salir a la superficie, toma aire, y se siente como un pez fuera del agua.

Fuera del agua.