Unos zancos hechos con botes de conservas, una peonza que baila y gira, unos bolindres de barro, «media, cuarta y gua». Jugar al burro que decíamos, las niñas a la comba, al truque, la muñeca vestida de azul, dónde vas Alfonso XII... Se impregnaban las noches de verano con la tristeza de esas canciones en las voces niñas. Cuánto pueblo soñando un pasado en tardes borrachas de grillos, en primaveras de campo y merienda, anocheceres de distancia, estrellas pálidas, embriagadas de noche, y el croar de las ranas añadiendo serenidad a las casas en sombra, a las plazuelas dormidas al amparo de un nogal, junto al resplandor ámbar y municipal de una bombilla.

Un carro desuncido echando raíces de olvido en el descampado, una esquila campesina, una colegiala con trenzas rubias, una vieja negra y ágil yendo a la novena de no sé qué santo. Y campanas sonando, que tañían, volteaban y doblaban a muerto en tardes de antaño, tan tristes de sol, tan yertas, tan retratadas de otoño, aunque no fuera otoño.

Todo esto me viene a la memoria viendo el folclore en Canal Extremadura, y viendo unas imágenes de gente sencilla, cordial, amable, que muestran sus habilidades, sus simpatías, esa cercanía de vecindad, en su cara mejor, que me acerca la memoria, me rescata del olvido, me hace niño, y a quien no, gente vestida de fiesta, haciéndose las sorprendidas, como esperando a un Godot que nunca llegará, en una época de Beatles, de llegada a la luna, en una actualidad que ya es pasado, una humanidad que vive deprisa, y sin embargo, este tiempo me gusta, porque me gusta adaptarme al presente, vivir de la añoranza es un error, la vida es corta, pero recordar nuestro pasado es un ejercicio saludable y hermoso que consigue que las tradiciones sigan vivas.