Quizá la característica más importante de todas las que diferencian la vieja de la nueva sociedad es la evolución de la comunicación durante las últimas décadas. Es un cambio que afecta no solo a la forma en que la ciudadanía recibe la información de los medios, sino también a la manera en que las personas se comunican entre ellas.

En 1977 existía una sola emisora de televisión que además dependía fuertemente del Estado, un puñado de cadenas de radio que en parte también tenían sólidos lazos institucionales y unos pocos periódicos que, por su naturaleza, solo podían informar al día siguiente de los hechos.

Todo esto ha cambiado radicalmente. Primero, los medios de comunicación se han multiplicado exponencialmente y dependen en su inmensa mayoría de empresas privadas. Segundo, Internet ha convertido la información en algo tan inmediato que se produce prácticamente en tiempo real. Tercero, los receptores de información han pasado a convertirse también en creadores y emisores de noticias. Cuarto, los dispositivos móviles han facilitado que podamos llevar la información a todas partes y en todo momento.

Todo esto le otorga a la comunicación interpersonal un valor de cambio social tan relevante que ha transformado la naturaleza de la política. Los líderes políticos ya no esperan a que un medio interprete sus palabras, sino que se comunican directamente con la ciudadanía mediante Twitter. Una publicación de un ciudadano cualquiera en una red social, bien fundamentada y bien contada, puede desestabilizar un momento político concreto. Un error comunicativo de un político es prácticamente imposible de esconder y muchas veces ni siquiera se puede ganar tiempo para construir un relato explicativo puesto que su conocimiento es instantáneo. Una modesta campaña independiente bien orquestada puede contrarrestar perfectamente la millonaria campaña electoral de un partido.

En este nuevo contexto social hay aspectos de la política que han cambiado tan deprisa que las élites, normalmente endogámicas y reactivas al cambio, todavía no han sabido interpretar completamente. Uno de esos aspectos es el poder de los militantes.

Acontecimientos recientes de gran impacto, como las victorias de Sánchez sobre Díaz en el PSOE o de Casado sobre Sáenz de Santamaría en el PP, y tropiezos graves como el ocurrido en Castilla y León con el fallido «fichaje estrella» de Ciudadanos o el enorme incremento del voto nulo al PSOE en las últimas elecciones andaluzas deberían servir como evidencias suficientes para demostrarlo.

Un militante de un partido hoy puede mandar un mensaje de texto o de audio a una agenda de cientos de contactos, normalmente personas también implicadas en política, que en décimas de segundo modifica la opinión de sus interlocutores sobre el prestigio de un líder o la bondad de una decisión. Un militante de un partido hoy cuenta con casi toda la información relevante del funcionamiento de su organización, si no directamente sí a través de una fuente intermediadora.

Citando solo estas dos radicales transformaciones —hay muchísimas más— respecto a lo que era un militante en 1977, bastaría para hacer entender que un grupo de no más de cincuenta militantes organizados puede influir en la opinión de aproximadamente unos mil ciudadanos que, a su vez, pueden hacer llegar su influencia a otros seis mil. Teniendo en cuenta que los resultados electorales en un nuevo mapa político hiperfragmentado son cada vez más ajustados, no es difícil deducir que los militantes de los partidos pueden ser determinantes en ellos. Y lo van a ser.

Los militantes —metan aquí a ex militantes, simpatizantes y ciudadanía especialmente politizada— ya no son solo militantes, son agentes políticos de primer orden en una sociedad donde la legitimidad está muy repartida y donde la gente está muy cansada de que no se solucionen sus problemas. Pero esto las lentas y pesadas maquinarias de los partidos todavía no lo han sabido asimilar adecuadamente. Tendrá que ser mediante una larga y pesada digestión.