Yo he tenido que estudiar clásicas, y aprenderme el aoristo endemoniado y la fonética del Chantraine, y las laringales y Cicerón y Virgilio, y leer mucho, hasta que duelan los ojos, sin hipérboles, y trabajar, y asistir a charlas de las que te dejan con la boca abierta a veces de entusiasmo; otras, de ira, y criar hijos, y malcriar adolescentes y compartir lo poco que sé con otros, y amar y ser amada, aprender a escribir cuentos, a escuchar, por ejemplo, a Hipólito G. Navarro sin dejar de reírme, porque no puedo estar más de acuerdo en que el humor salva al mundo, pero sobre todo nos salva de nosotros mismos, y estudiar oposiciones con temarios apolillados que usaban a fuer de, y agora, y preparar talleres, corregir, poner exámenes, comprar, hacer comida, hacer régimen, llorar, escribir libros, publicar en La Luna libros de Mérida, ese foco de resistencia cultural contra el hastío, veinticinco años ya trabajando por la cultura, ese eufemismo que viene a decir que uno se endeuda hasta la muerte para cumplir su sueño y el de otros, y además sin reconocimiento o con poco, qué más da que da lo mismo, y hablar, educar, conocer gente, y vivir cincuenta años, la mitad de un siglo, para aprender lo que sabe cualquier persona sensata.

No existe felicidad mayor que sentarse, abrir una caja de cartón salpicada de pequeñas manchas de grasa, y comerse una perrunilla recién hecha.

Vale que el colesterol, y la glucosa y los postres de Adriá con reducción al aire, y el ascetismo y el ayuno, la esbeltez y el tipazo que nunca lucí y menos si voy por este camino, y la imposición de la imagen y la lorza que por fin sonríe, la pobre, aflojado ya el pantalón, en esta tarde de agotamiento absoluto, que mejora por momentos con un café cargado, un libro y una perrunilla, o dos, a ser posible.

Puede que yo no sea todo lo etérea que se le pide a una escritora, y desde luego mucho más terrenal de lo debido, pero, este olor a anís, esta dulcedumbre, la consistencia de la masa… no será el paraíso, no, pero algo se le parece esta luna llena que se acerca poco a poco a mis labios, para disolverse en el cielo de mi boca.