Ahora parece fácil poner un título a esta columna y jugar con el nombre de la protagonista y la canción de Víctor Jara, pero solo lo parece, porque la noticia no deja de ser terrible, y mantiene su eco incluso por encima del estruendo del domingo pasado. Quizá porque habla también de ese estruendo, y de esos votantes enfebrecidos que aclamaban a Pedro Sánchez o a Abascal y coreaban cada vez que hablaba de reconquista y compatriotas, o jaleaban en Cataluña a los que distinguían entre presos políticos y carceleros o hacían autocrítica o echaban la culpa a la división de la derecha, y se preparaban para las siguientes.

Amanda también podría haber estado al lado de cualquier sede, o en un bar o en su casa siguiendo los resultados, pero no pudo hacerlo. Agentes de la Policía Nacional la hallaron muerta hace una semana. En realidad hallaron un cadáver momificado que podría llevar allí, en el suelo de la cocina, unos cinco años. El aviso de una sobrina, que vive en Israel, fue el que permitió descubrir esta muerte, ya que ningún vecino se había percatado de su ausencia. Ninguno. Era psicóloga, llevaba un tiempo jubilada, colaboraba con alguna ONG, y vivía en un bloque de pisos donde todos la conocían.

Nadie se explica cómo pudieron no echar de menos sus buenos días o el ruido de su puerta al abrir, o cualquier cosa. En el otro lado de la vida, existe en Madrid un ejército de voluntarios contra la soledad que se coordinan para atender a las doscientas cincuenta mil personas mayores que viven solas o tienen problemas de movilidad.

Son un alivio para sus cuidadores y a veces el único cuidado posible, pero no dejan de ser voluntarios, personas buenas que sacrifican su tiempo libre sin ser recompensados salvo con cariño. Nadie hizo saltar las alarmas en el caso de Amanda. Y acabó su vida sola, abandonada. Ahora que está tan de moda la España vacía, deberíamos contemplar también el desierto afectivo de las grandes ciudades.

Yo te recuerdo, Amanda, y agradezco a quienes ayudan, pero también exijo a los que reciben los gritos de los votantes desde los balcones como dioses que acogen el humo de los sacrificios que sepan escuchar las voces que menos gritan, las que nadie oye, las más débiles. A veces solo son susurros, pero su mensaje es claro y está por encima de otras necesidades menos perentorias.

Memento mori, dicen las voces. Tempus fugit. Envejeceremos y estaremos solos, y en nuestra mano está ahora evitar que esto sea nuestra máxima, el lema de una sociedad embrutecida que aparte a quienes han trabajado y peleado toda su vida. Ningún dirigente, ningún votante, nadie está a salvo de la vejez, la soledad y la muerte. Te recuerdo, Amanda. Como deberían recordarte todos ellos.